El odio al “indio”
Por: Dr. Álvaro García Linera.
Vicepresidente
de la Nación Plurinacional Boliviana.
El fascismo,
el odio racial, no sólo es a expresión de una revolución fallida sino,
paradójicamente también en sociedades postcoloniales, el éxito de una
democratización material alcanzada.
Como una
espesa niebla nocturna, el odio recorre vorazmente los barrios de las clases
medias urbanas tradicionales de Bolivia. Sus ojos rebalsan de ira. No gritan,
escupen; no reclaman, imponen. Sus cánticos no son de esperanza ni de
hermandad, son de desprecio y discriminación contra los “indios”. Se montan en sus motos, se suben a sus camionetas, se
agrupan en sus fraternidades carnavaleras y universidades privadas y salen a la
caza de “indios” alzados que se
atrevieron a quitarles el poder.
En el
caso de Santa Cruz organizan hordas motorizadas 4×4 con garrote en mano a escarmentar
a los “indios”, a quienes llaman
“collas”, que viven en los barrios marginales y en los mercados. Cantan
consignas de que “hay que matar collas”, y si en el camino se les cruza alguna
mujer de pollera la golpean, amenazan y conminan a irse de su territorio. En
Cochabamba organizan convoyes para imponer su supremacía racial en la zona sur,
donde viven las clases menesterosas, y cargan -como si fuera un destacamento de
caballería- sobre miles de mujeres campesinas indefensas que marchan pidiendo
paz. Llevan en la mano bates de béisbol, cadenas, granadas de gas; algunos
exhiben armas de fuego. La mujer es su víctima preferida; agarran a una
alcaldesa de una población campesina, la humillan, la arrastran por la calle,
le pegan, la orinan cuando cae al suelo, le cortan el cabello, la amenazan con
lincharla, y cuando se dan cuenta de que son filmadas deciden echarle pintura
roja simbolizando lo que harán con su sangre.
En La
Paz sospechan de sus empleadas y no hablan cuando ellas traen la comida a la
mesa. En el fondo les temen, pero también las desprecian. Más tarde salen a las
calles a gritar, insultan a Evo y, con él, a todos estos “indios” que osaron construir democracia intercultural con igualdad.
Cuando son muchos, arrastran la Wiphala, la bandera indígena, la escupen, la
pisan la cortan, la queman. Es una rabia visceral que se descarga sobre este
símbolo de los “indios” al que
quisieran extinguir de la tierra junto con todos los que se reconocen en él.
El odio
racial es el lenguaje político de esta clase media tradicional. De nada sirven
sus títulos académicos, viajes y fe porque, al final, todo se diluye ante el
abolengo. En el fondo, la estirpe imaginada es más fuerte y parece adherida al
lenguaje espontáneo de la piel que odia, de los gestos viscerales y de su moral
corrompida.
Todo
explotó el domingo 20, cuando Evo Morales ganó las elecciones con más de 10
puntos de distancia sobre el segundo, pero ya no con la inmensa ventaja de
antes ni el 51% de los votos. Fue la señal que estaban esperando las fuerzas
regresivas agazapadas: desde el timorato candidato opositor liberal, las
fuerzas políticas ultraconservadoras, la OEA y la inefable clase media
tradicional – la burguesía testaferra de la oligarquía empresarial farisea-.
Evo había ganado nuevamente pero ya no tenía el 60% del electorado; estaba más
débil y había que ir sobre él. El perdedor no reconoció su derrota. La OEA
habló de “elecciones limpias” pero de una victoria menguada y pidió segunda
vuelta, aconsejando ir en contra de la Constitución, que establece que si un
candidato tiene más del 40% de los votos y más de 10% de votos sobre el segundo
es el candidato electo. Y la clase media se lanzó a la cacería de los “indios”. En la noche del lunes 21 se
quemaron 5 de los 9 órganos electorales, incluidas papeletas de sufragio. La
ciudad de Santa Cruz decretó un paro cívico que articuló a los habitantes de
las zonas centrales de la ciudad, ramificándose el paro a las zonas
residenciales de La Paz y Cochabamba. Y entonces se desató el terror.
Bandas paramilitares comenzaron a asediar instituciones, quemar
sedes sindicales, a incendiar los domicilios de candidatos y líderes políticos
del partido de gobierno. Hasta el propio domicilio privado del presidente de
la Republica Plurinacional fue saqueado; en otros lugares las familias,
incluidos hijos, fueron secuestrados y amenazados de ser flagelados y quemados
si su padre ministro o dirigente sindical no renunciaba a su cargo. Se había
desatado una dilatada noche de cuchillos largos, y el fascismo asomaba las
orejas.
Cuando
las fuerzas populares movilizadas para resistir este golpe civil comenzaron a
retomar el control territorial de las ciudades con la presencia de obreros,
trabajadores mineros, campesinos, indígenas y pobladores urbanos -y el balance
de la correlación de fuerzas se estaba inclinando hacia el lado de las fuerzas
populares- vino el motín policial.
Los
policías habían mostrado durante semanas una gran indolencia e ineptitud para
proteger a la gente humilde cuando era golpeada y perseguida por bandas
fascistoides. Pero a partir del viernes, con el desconocimiento del mando
civil, muchos de ellos mostraron una extraordinaria habilidad para agredir,
detener, torturar y asesinar a manifestantes populares. Claro, antes
había que contener a los hijos de la clase popular y, supuestamente, no
tenían capacidad; sin embargo ahora, que se trataba de reprimir a “indios” revoltosos, el despliegue, la
prepotencia y la saña represiva fueron monumentales. Lo mismo sucedió con las
Fuerzas Armadas. Durante toda nuestra gestión de gobierno nunca permitimos que
salieran a reprimir las manifestaciones civiles, ni siquiera durante el primer
golpe de Estado cívico del 2008. Y ahora, en plena convulsión y sin que
nosotros les preguntáramos nada, plantearon que no tenían elementos
antidisturbios, que apenas tenían 8 balas por integrante y que para que se
hagan presentes en la calle de manera disuasiva se requería un decreto
presidencial. No obstante, no dudaron en
pedir/imponer al presidente Evo su renuncia rompiendo el orden constitucional.
Hicieron lo posible para intentar secuestrarlo cuando se dirigía y estaba en el
Chapare; y cuando se consumó el golpe salieron a las calles a disparar miles de
balas, a militarizar las ciudades, asesinar a indígenas, campesinos. Y
todo ello sin ningún decreto presidencial. Para proteger al “indio” se requería decreto. Para
reprimir y asesinar “indios”
sólo bastaba obedecer lo que el odio racial y clasista ordenaba. Y en sólo 5 días ya hay más de 18 muertos,
120 heridos de bala. Por supuesto, todos ellos indígenas.
La
pregunta que todos debemos responder es ¿cómo es que esta clase media
tradicional pudo incubar tanto odio y resentimiento hacia el pueblo, llevándola
a abrazar un fascismo racializado y centrado en el “indio” como enemigo?¿Cómo hizo para irradiar sus frustraciones de
clase a la policía y a las FF. AA. y ser la base social de esta fascistización,
de esta regresión estatal y degeneración moral?
Ha sido
el rechazo a la igualdad, es decir, el rechazo a los fundamentos mismos de una
democracia sustancial.
Los
últimos 14 años de gobierno de los movimientos sociales han tenido como
principal característica el proceso de igualación social, la reducción abrupta
de la extrema pobreza (de 38 al 15%), la ampliación de derechos para todos
(acceso universal a la salud, a educación y a protección social), la indigenación
del Estado (más del 50% de los funcionarios de la administración pública tienen
una identidad indígena, nueva narrativa nacional en torno al tronco indígena),
la reducción de las desigualdades económicas (caída de 130 a 45 la diferencia
de ingresos entre los más ricos y los más pobres); es decir, la sistemática
democratización de la riqueza, del acceso a los bienes públicos, a las
oportunidades y al poder estatal. La economía ha crecido de 9.000 millones de
dólares a 42.000, ampliándose el mercado y el ahorro interno, lo que ha
permitido a mucha gente tener su casa propia y mejorar su actividad laboral.
Pero
esto dio lugar a que en una década el porcentaje de personas de la llamada
“clase media”, medida en ingresos, haya pasado del 35% al 60%, la mayor parte
proveniente de sectores populares, indígenas. Se trata de un proceso de
democratización de los bienes sociales mediante la construcción de igualdad
material pero que, inevitablemente, ha llevado a una rápida devaluación de los
capitales económicos, educativos y políticos poseídos por las clases medias
tradicionales. Si antes un apellido notable o el monopolio de los saberes
legítimos o el conjunto de vínculos parentales propios de las clases medias
tradicionales les permitía acceder a puestos en la administración pública,
obtener créditos, licitaciones de obras o becas, hoy la cantidad de personas
que pugnan por el mismo puesto u oportunidad no sólo se ha duplicado
-reduciendo a la mitad las posibilidades de acceder a esos bienes- sino que,
además, los “arribistas”, la nueva clase media de origen popular indígena,
tiene un conjunto de nuevos capitales (idioma indígena, vínculos sindicales) de
mayor valor y reconocimiento estatal para pugnar por los bienes públicos
disponibles.
Se
trata, por tanto, de un desplome de lo que era una característica de la sociedad
colonial: la etnicidad como capital, es decir, del fundamento imaginado de la
superioridad histórica de la clase media por sobre las clases subalternas
porque aquí, en Bolivia, la clase social sólo es comprensible y se visibiliza
bajo la forma de jerarquías raciales. El que los hijos de esta clase media
hayan sido la fuerza de choque de la insurgencia reaccionaria es el grito
violento de una nueva generación que ve cómo la herencia del apellido y la piel
se desvanece ante la fuerza de la democratización de bienes. Así, aunque
enarbolen banderas de la democracia entendida como voto, en realidad se han
sublevado contra la democracia entendida como igualación y distribución de
riquezas. Por eso el desborde de odio, el derroche de violencia; porque la supremacía
racial es algo que no se racionaliza, se vive como impulso primario del cuerpo,
como tatuaje de la historia colonial en la piel. De ahí que el fascismo no sólo
sea la expresión de una revolución fallida sino, paradójicamente también en
sociedades postcoloniales, el éxito de una democratización material alcanzada.
Por
ello no sorprende que mientras los “indios”
recogen los cuerpos de alrededor de una veintena de muertos asesinados a bala,
sus victimarios materiales y morales narran que lo han hecho para salvaguardar
la democracia. Pero en realidad saben que lo que han hecho es proteger el
privilegio de casta y apellido.
El odio
racial solo puede destruir; no es un horizonte, no es más que una primitiva
venganza de una clase histórica y moralmente decadente que demuestra que,
detrás de cada mediocre liberal, se agazapa un consumado golpista fascista.
Lo subrayado
es nuestro.
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