viernes, 28 de marzo de 2025

Las universidades son el enemigo principal del convicto presidente Trump

 



Las universidades son el enemigo principal del convicto presidente Trump

Por Professor Sebastiaan Faber*/escritor y analista internaional – Contexto y Acción / Diario RED, xinhuanet, la jornada de México, Other News, Tektonikos, red latina sin fronteras, en red, el salto diario, el clarín de chile, ACHEI, ADDHEE.ONG:

Nuestro prolegómeno:

La política y la educación en la arcadia de la felicidad de yanquilandia, desde el Sur Socialista no alineado del nuevo orden mundial multipolar por el que luchamos, nos solidarizamos con la Universidad Estadounidense, sus profesores y estudiantes frente a la agresión irracional del convicto presidente Trump. Estimados colegas Prof. Chomsky, Amy Goodman y Sachs, luchar es vivir, “solo merecen la libertad y la vida, quienes cada día las conquistan”...

Parafraseando al genial Prof. Bertrand Russell, “El problema  de la humanidad es que los estúpidos empresarios plutócratas, oligarcas están seguros de todo y los inteligentes están llenos de dudas”...Más aun su destino manipulado, controlado por una tiranía despótica, perversa, desalmada e inmoral que rige e impone  el convicto presidente de estados Unidos Donald Trump. Los dueños  de la celestina universal, de la inteligencia artificial genocida/IAG y del narcotráfico aumentaron su poderío  a expensas de la mayoría, de los más débiles, los marginados, que terminarán por ser transmutados  en un guarismo orwelliano, de un  Estado totalitario.  El ser humano despojado de su dignidad y de sus derechos  se convertirá en un  enajenado individuo al servicio de un insaciable Leviatán, el imperialismo estadounidense/yanqui globalizado/hegemónico. Las malditas guerras imperialistas, el genocidio de pueblos, el hambre, la miseria y la destrucción del sistema educacional/cultural los une en defensa de sus  sórdidos, avaros intereses, de su desvergonzado maquiavelismo, de  su fría avaricia y su profunda inmoralidad, priorizando el objetivo, “en fin justifica los medios”.

Frente al brutal ataque del convicto presidente Trump al sistema educacional estadounidense, sus profesores y estudiantes viene a mi memoria la reflexión histórica de mi querido e inolvidable profesor/maestro y Rector  de la Universidad del Norte/Chile Prof. Dr. Carlos Aldunate Lyon S.J. , en el Claustro de Reforma de la Universidad regional del Norte chileno, 1968- 1969, “La educación y la libertad son valores permanentes, consustanciales con el ser humano. No se los puede menoscabar sin que resulte lesionado lo más noble y característico del ser humano: su dignidad. En el marco conceptual fundacional de la Universidad del Norte /Chile, por la Compañía de Jesús de Arica a Coquimbo “Unir la luz con el sudor”, El Prof. Dr. Aldunate Lyon s. J. precisó en el Claustro de reforma antes señalado que: “Educar se debe entender al proceso no sólo de transmitir conocimientos, sino también crear un ser humano crítico y solidario capacitado para la vida social”

La Libertad Plena es  indivisible, inimitable e incondicionable, porque en cuanto se la restringe o se la condiciona, deja de ser Libertad Plena. La indiferencia y la neutralidad por la amenaza del régimen  del convicto Trump contra la universidad estadounidense, sus profesores y estudiantes equivale  a una traición a los valores humanos  esenciales  y  a una  abdicación  del espíritu libre. El destino  de la Humanidad depende  de la respuesta que demos a este desafío.

Con esperanza y memoria es imprescindible acabar ya con la infausta tragedia del sistema capitalista determinista globalizado para alcanzar la felicidad del género humano.

Prof. Moreno Peralta/IWA

Secretario Ejecutivo Addhee. Ong

Los ataques de Trump al sistema educativo superan las cazas de brujas anticomunistas. Pero hoy la gran mayoría de líderes de la comunidad universitaria prefiere no mojarse

“Las universidades son el enemigo”, afirmó J.D. Vance –abogado por la Facultad de Derecho de Yale– en una conferencia pronunciada en un congreso, en noviembre de 2021, mucho antes de que fuera elegido como vicepresidente. Sin embargo, el discurso resultó profético. Muchas de las medidas que ha tomado el regimen de Donald Trump desde que asumió el poder –desde recortes de financiación (400 millones de dólares para Columbia, 800 millones para Johns Hopkins) y la congelación de fondos de investigación hasta la detención y deportación de estudiantes y profesores con visado o permiso de residencia (el caso de Mahmoud Khalil), además de una serie de amenazas y exigencias inauditas (concretadas en comunicaciones de un Ministerio de Educación en trance de ser abolido y en una orden ejecutiva que prohíbe la “indoctrinación radical” en las escuelas primarias y secundarias y promueve una educación “patriótica”)– pensadas para sojuzgar, o directamente destruir, el sistema educativo estadounidense y el universitario en particular.

La postura de Vance no es nueva: refleja la desconfianza sempiterna de la derecha estadounidense hacia los centros intelectuales del país, que ve como nidos de adoctrinamiento progresista si no de subversión política y perversidad moral. Aun así, los ataques desde el regímenes federal al sistema educativo estadounidense de los últimos dos meses –que, además, llegan después de varios años de embestidas a las escuelas y universidades públicas de parte de numerosos regímenes estatales controlados por el Partido Republicano– no tienen precedente. Como ha señalado Corey Robin, incluso sobrepasan las cazas de brujas anticomunistas de los años treinta y cincuenta y las confrontaciones a raíz de la guerra de Vietnam en los sesenta y setenta. Y si en aquellas décadas hubo líderes de la comunidad universitaria dispuestos a resistirse, hoy la gran mayoría parece preferir no mojarse –con alguna excepción–. (En su pasividad y silencio no se distinguen de muchas otras voces que deberían haberse alzado en protesta, como ha señalado el viejo activista Ralph Nader, que el mes pasado cumplió 91 años).

Lo que explica la pusilanimidad de las y los rectores universitarios, sean de centros públicos o privados, no solo es el miedo (que no deja de ser fundado: Trump ya ha demostrado que no duda en represaliar directamente a quien se le oponga, sea una persona, una institución o un país). También es el deseo de evitar cualquier tipo de publicidad negativa. Desde hace varias décadas, uno de los criterios de selección principales para llegar a liderar una universidad norteamericana es la capacidad de seducir a personas con dinero, realzar el capital cultural de la institución y mejorar su imagen pública. Dada la reducción paulatina de apoyos estatales y del número de potenciales alumnos capaces de pagar las astronómicas matrículas, la competencia entre universidades –por donantes, estudiantes y personal docente– es cada vez más feroz. La dura verdad es que el sistema de financiación que apuntala la educación superior en Estados Unidos ha dejado de funcionar. La gran mayoría de las 4.000 colleges y universidades del país están a un paso (un mal año, un paso en falso) de la crisis existencial. Desde el año 2020, más de 40 han cerrado sus puertas. En una situación tan precaria, el repentino cierre de los grifos de financiación federal se vive como un terremoto, incluso entre las universidades más ricas. (Todas las universidades, públicas y privadas, tienen una fuerte dependencia económica del regimen, cuyas agencias no solo financian miles de proyectos de investigación –en los cuales solo el Instituto Nacional de Salud gasta 35.000 millones de dólares anuales– sino que también sostienen el sistema de educación superior con 135.000 millones en becas y préstamos para estudiantes de grado y posgrado). 

Este contexto de competencia feroz y precariedad financiera explica la falta de solidaridad y de acción colectiva, pero también explica que muchas de las decisiones en los campus de Estados Unidos se tomen, o dejen de tomar, en función de la “marca” de la universidad. Y dado que lo que venden las universidades no es, en primera instancia, una educación per se sino un capital cultural –una promesa de avance social, la realización de las aspiraciones, el acceso a una red de exalumnos– lo que importa más que nada es proyectar prestigio, éxito y excelencia. Un solo escándalo puede arruinarlo todo. La cobertura mediática de las protestas propalestinas, por no hablar del testimonio ante el Congreso de tres rectoras de prestigiosas universidades privadas (ninguna de las cuales sobrevivió en el cargo), solo han servido para reforzar la cautela. En otras palabras, si Trump es el típico bully de patio de instituto y Vance el amigo que le arenga sin meterse en la pelea, las universidades no solo son el chaval físicamente endeble que se deja abusar, sino que además tienen miedo de mancharse la ropa.

La ironía del caso es que esta indefensión es, en gran parte, autoinfligida. Los cimientos sobre los que podría y debería levantarse una defensa militante de la universidad –la libertad de cátedra del profesorado, la libertad de expresión del alumnado, la seguridad laboral del personal docente– los han venido debilitando, de forma sistemática, las propias administraciones universitarias. A fin de cuentas, en el marco de su lógica neoliberal, burocrática y mercadotécnica, la misión principal de la educación superior –investigar, cuestionar, aprender, argumentar, disentir– es, en el mejor de los casos, un atributo decoroso (en la medida en que puede generar prestigio) y, en el peor, un obstáculo engorroso, un factor poco racional, eficaz o predecible que es necesario controlar y minimizar. Los ataques de Vance, Trump y compañía son agresivos y destructivos, sí, pero en realidad participan de la misma lógica que ha movido a los administradores de las universidades desde hace muchos años.

Es la misma lógica, por ejemplo, la que permitió que muchas universidades restringieran las libertades de sus estudiantes en torno a las protestas por la guerra de Gaza, asumiendo sin apenas chistar la definición de “antisemitismo” de la derecha y enarbolando la excusa de la “seguridad” de las y los estudiantes judíos –interpretando esta seguridad menos en términos físicos que psicológicos, y haciendo caso omiso de que muchos de los propios manifestantes eran judíos–. Hoy, Trump y Vance en cierto modo lo tienen fácil, porque las propias universidades les dejaron el terreno preparado. Trump va a por las universidades de la misma manera, y con los mismos argumentos, con que las universidades han ido a por sus estudiantes y profesores. 

Mientras tanto, la desobediencia, un elemento crucial de la lucha progresista universitaria de los años 60 en adelante, ha dejado de ser una opción. Las administraciones no se atreven a desobedecer al regimen, por más anticonstitucionales que sean sus acciones, pero tampoco permiten que los estudiantes las desobedezcan a ellas. Ante las protestas propalestinas, muchas administraciones recurrieron a medidas disciplinarias desmesuradas (suspensiones, expulsiones). Fue precisamente la Universidad de Columbia –hoy en la diana del trumpismo– la que decidió llamar a la policía de Nueva York para desalojar un edificio ocupado por un grupo de manifestantes.

Esta fetichización de la obediencia y del castigo puede resultar rara, dado que la mayoría de los profesores y estudiantes se identifican como progresistas y no dudarían en defender los logros conseguidos tras medio siglo de luchas emancipatorias. Para explicar la paradoja, es importante comprender otro elemento esencial de la lógica institucional de las universidades norteamericanas de las últimas décadas: la tendencia a buscar una salida burocrática a tensiones políticas y culturales; instituir nuevas reglas y contratar a administradores para hacer que se cumplan. ¿Se diagnostica un problema endémico de acoso sexual? Entonces se crea una agencia encargada de escribir y vigilar nuevas normas de conducta en las relaciones íntimas. ¿Los estudiantes de cierto grupo se sienten infrarrepresentados? Pues se crea una nueva oficina para promover sus intereses. El problema no es que estas medidas hayan sido ineficaces (a veces logran cambios) sino que han incrementado sin cesar el cometido de las burocracias universitarias, al mismo tiempo que restringen la autonomía de las y los estudiantes y el poder del profesorado en la gobernanza de sus propias instituciones. 

A pesar de estos y otros problemas, la educación superior en Estados Unidos no deja de ser una pieza central de su poderío económico y cultural. La prisa y la saña con las que Trump, Vance y Musk han procedido al desmantelamiento de su infraestructura son tan ilógicas como la falta de valentía y solidaridad a la hora de defenderla de parte de la gran mayoría de líderes universitarios, cuya acción, por ahora, se ha limitado al ámbito judicial (son muchos los juicios pendientes) y a la movilización, por debajo del radar, de los ejércitos de lobistas del ramo. 

Mientras tanto, entre el profesorado y el estudiantado –que, si no tienen pasaporte estadounidense, son objetos de una intensa vigilancia realizada por empresas privadas y un uso más bien torpe de la inteligencia artificial– cunde la sensación de desorientación y desamparo y, con ella, la alarma y la indignación. (“Nadie os puede proteger, estamos viviendo tiempos peligrosos”, advirtió el decano de la Facultad de Periodismo de Columbia en una reunión para estudiantes extranjeros, después de instarles a que se cuidaran de no colgar nada en redes relacionado con Oriente Medio. Como explica Claudia Rosel, presente en la reunión, la filtración de una “conversación tensa” en la que “profesorado y alumnado buscaban la manera de seguir ejerciendo su trabajo de forma segura en medio de la represión política”, acabó por desatar una crisis interna).

Esto no puede durar. Si el ejemplo de Columbia demuestra algo, es que más voluntad de obediencia solo invita a mayores abusos. En este sentido, la actitud pasiva de su rectora ante la detención de Mahmoud Khalil en una residencia de la universidad contrasta con la de la periodista Michel Martin, que, en una entrevista demoledora en la radio pública con el viceministro de Interior (Deputy Secretary of Homeland Security), solo necesitó cinco minutos para exponer la flagrante anticonstitucionalidad del caso.

*Profesor de Estudios Hispánicos en Oberlin College. Es autor de numerosos libros, el último de ellos ‘Exhuming Franco: Spain’s second transition’

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