Las
universidades son el enemigo principal del convicto presidente Trump
Por Professor Sebastiaan Faber*/escritor y analista internaional – Contexto y Acción / Diario RED, xinhuanet, la jornada de México, Other News, Tektonikos, red latina sin fronteras, en red, el salto diario, el clarín de chile, ACHEI, ADDHEE.ONG:
Nuestro prolegómeno:
La política y la educación en la arcadia de la
felicidad de yanquilandia, desde el Sur Socialista no alineado del nuevo orden
mundial multipolar por el que luchamos, nos solidarizamos con la Universidad
Estadounidense, sus profesores y estudiantes frente a la agresión irracional
del convicto presidente Trump. Estimados colegas Prof. Chomsky, Amy Goodman y Sachs,
luchar es vivir, “solo merecen la libertad y la vida, quienes cada día las
conquistan”...
Parafraseando al genial Prof.
Bertrand Russell, “El problema de la humanidad es que los estúpidos
empresarios plutócratas, oligarcas están seguros de todo y los inteligentes
están llenos de dudas”...Más aun su destino manipulado, controlado por una
tiranía despótica, perversa, desalmada e inmoral que rige e impone el convicto presidente de estados Unidos
Donald Trump. Los dueños de la celestina
universal, de la inteligencia artificial genocida/IAG y del narcotráfico
aumentaron su poderío a expensas de la
mayoría, de los más débiles, los marginados, que terminarán por ser
transmutados en un guarismo orwelliano,
de un Estado totalitario. El ser humano despojado de su dignidad y de
sus derechos se convertirá en un enajenado individuo al servicio de un
insaciable Leviatán, el imperialismo estadounidense/yanqui
globalizado/hegemónico. Las malditas guerras imperialistas, el genocidio de
pueblos, el hambre, la miseria y la destrucción del sistema
educacional/cultural los une en defensa de sus
sórdidos, avaros intereses, de su desvergonzado maquiavelismo, de su fría avaricia y su profunda inmoralidad,
priorizando el objetivo, “en fin justifica los medios”.
Frente al brutal ataque del
convicto presidente Trump al sistema educacional estadounidense, sus profesores
y estudiantes viene a mi memoria la reflexión histórica de mi querido e
inolvidable profesor/maestro y Rector de
la Universidad del Norte/Chile Prof. Dr. Carlos Aldunate Lyon S.J. , en el
Claustro de Reforma de la Universidad regional del Norte chileno, 1968- 1969,
“La educación y la libertad son valores permanentes, consustanciales con el ser
humano. No se los puede menoscabar sin que resulte lesionado lo más noble y
característico del ser humano: su dignidad. En el marco conceptual fundacional
de la Universidad del Norte /Chile, por la Compañía de Jesús de Arica a
Coquimbo “Unir la luz con el sudor”, El Prof. Dr. Aldunate Lyon s. J. precisó
en el Claustro de reforma antes señalado que: “Educar se debe entender al proceso no sólo de transmitir
conocimientos, sino también crear un ser humano crítico y solidario capacitado
para la vida social”
La Libertad Plena es indivisible, inimitable e incondicionable,
porque en cuanto se la restringe o se la condiciona, deja de ser Libertad Plena.
La indiferencia y la neutralidad por la amenaza del régimen del convicto Trump contra la universidad
estadounidense, sus profesores y estudiantes equivale a una traición a los valores humanos esenciales
y a una abdicación
del espíritu libre. El destino de
la Humanidad depende de la respuesta que
demos a este desafío.
Con esperanza y memoria es
imprescindible acabar ya con la infausta tragedia del sistema capitalista
determinista globalizado para alcanzar la felicidad del género humano.
Prof. Moreno Peralta/IWA
Secretario Ejecutivo Addhee. Ong
Los
ataques de Trump al sistema educativo superan las cazas de brujas
anticomunistas. Pero hoy la gran mayoría de líderes de la comunidad
universitaria prefiere no mojarse
“Las
universidades son el enemigo”, afirmó J.D. Vance –abogado por la Facultad de
Derecho de Yale– en una conferencia pronunciada en un congreso, en noviembre de
2021, mucho antes de que fuera elegido como vicepresidente. Sin embargo, el
discurso resultó profético. Muchas de las medidas que ha tomado el regimen
de Donald Trump desde que asumió el poder –desde recortes de financiación (400
millones de dólares para Columbia, 800 millones para Johns Hopkins) y la
congelación de fondos de investigación hasta la detención y deportación de
estudiantes y profesores con visado o permiso de residencia (el caso de Mahmoud
Khalil), además de una serie de amenazas y exigencias inauditas (concretadas en
comunicaciones de un Ministerio de Educación en trance de ser abolido y en una
orden ejecutiva que prohíbe la “indoctrinación radical” en las escuelas
primarias y secundarias y promueve una educación “patriótica”)– pensadas para
sojuzgar, o directamente destruir, el sistema educativo estadounidense y el
universitario en particular.
La
postura de Vance no es nueva: refleja la desconfianza sempiterna de la derecha
estadounidense hacia los centros intelectuales del país, que ve como nidos de
adoctrinamiento progresista si no de subversión política y perversidad moral.
Aun así, los ataques desde el regímenes federal al sistema educativo estadounidense
de los últimos dos meses –que, además, llegan después de varios años de
embestidas a las escuelas y universidades públicas de parte de numerosos regímenes
estatales controlados por el Partido Republicano– no tienen precedente.
Como ha señalado Corey Robin, incluso sobrepasan las cazas de brujas
anticomunistas de los años treinta y cincuenta y las confrontaciones a raíz de
la guerra de Vietnam en los sesenta y setenta. Y si en aquellas décadas hubo
líderes de la comunidad universitaria dispuestos a resistirse, hoy la gran
mayoría parece preferir no mojarse –con alguna excepción–. (En su pasividad y
silencio no se distinguen de muchas otras voces que deberían haberse alzado en protesta,
como ha señalado el viejo activista Ralph Nader, que el mes pasado cumplió 91
años).
Lo
que explica la pusilanimidad de las y los rectores universitarios, sean de
centros públicos o privados, no solo es el miedo (que no deja de ser fundado:
Trump ya ha demostrado que no duda en represaliar directamente a quien se le
oponga, sea una persona, una institución o un país). También es el deseo de
evitar cualquier tipo de publicidad negativa. Desde hace varias décadas, uno de
los criterios de selección principales para llegar a liderar una universidad
norteamericana es la capacidad de seducir a personas con dinero, realzar el
capital cultural de la institución y mejorar su imagen pública. Dada la
reducción paulatina de apoyos estatales y del número de potenciales alumnos
capaces de pagar las astronómicas matrículas, la competencia entre
universidades –por donantes, estudiantes y personal docente– es cada vez más
feroz. La dura verdad es que el sistema de financiación que apuntala la
educación superior en Estados Unidos ha dejado de funcionar. La gran mayoría de
las 4.000 colleges y universidades del país están a un paso (un mal año, un
paso en falso) de la crisis existencial. Desde el año 2020, más de 40 han
cerrado sus puertas. En una situación tan precaria, el repentino cierre de los
grifos de financiación federal se vive como un terremoto, incluso entre las
universidades más ricas. (Todas las universidades, públicas y privadas, tienen
una fuerte dependencia económica del regimen, cuyas agencias no solo financian
miles de proyectos de investigación –en los cuales solo el Instituto Nacional
de Salud gasta 35.000 millones de dólares anuales– sino que también sostienen
el sistema de educación superior con 135.000 millones en becas y préstamos para
estudiantes de grado y posgrado).
Este
contexto de competencia feroz y precariedad financiera explica la falta de
solidaridad y de acción colectiva, pero también explica que muchas de las
decisiones en los campus de Estados Unidos se tomen, o dejen de tomar, en función
de la “marca” de la universidad. Y dado que lo que venden las universidades no
es, en primera instancia, una educación per se sino un capital cultural –una
promesa de avance social, la realización de las aspiraciones, el acceso a una
red de exalumnos– lo que importa más que nada es proyectar prestigio, éxito y
excelencia. Un solo escándalo puede arruinarlo todo. La cobertura mediática de
las protestas propalestinas, por no hablar del testimonio ante el Congreso de
tres rectoras de prestigiosas universidades privadas (ninguna de las cuales
sobrevivió en el cargo), solo han servido para reforzar la cautela. En otras
palabras, si Trump es el típico bully de patio de instituto y Vance el amigo
que le arenga sin meterse en la pelea, las universidades no solo son el chaval
físicamente endeble que se deja abusar, sino que además tienen miedo de
mancharse la ropa.
La
ironía del caso es que esta indefensión es, en gran parte, autoinfligida. Los
cimientos sobre los que podría y debería levantarse una defensa militante de la
universidad –la libertad de cátedra del profesorado, la libertad de expresión
del alumnado, la seguridad laboral del personal docente– los han venido
debilitando, de forma sistemática, las propias administraciones universitarias.
A fin de cuentas, en el marco de su lógica neoliberal, burocrática y
mercadotécnica, la misión principal de la educación superior –investigar,
cuestionar, aprender, argumentar, disentir– es, en el mejor de los casos, un
atributo decoroso (en la medida en que puede generar prestigio) y, en el peor,
un obstáculo engorroso, un factor poco racional, eficaz o predecible que es
necesario controlar y minimizar. Los ataques de Vance, Trump y compañía son
agresivos y destructivos, sí, pero en realidad participan de la misma lógica que
ha movido a los administradores de las universidades desde hace muchos años.
Es
la misma lógica, por ejemplo, la que permitió que muchas universidades
restringieran las libertades de sus estudiantes en torno a las protestas por la
guerra de Gaza, asumiendo sin apenas chistar la definición de “antisemitismo”
de la derecha y enarbolando la excusa de la “seguridad” de las y los
estudiantes judíos –interpretando esta seguridad menos en términos físicos que
psicológicos, y haciendo caso omiso de que muchos de los propios manifestantes
eran judíos–. Hoy, Trump y Vance en cierto modo lo tienen fácil, porque las
propias universidades les dejaron el terreno preparado. Trump va a por las
universidades de la misma manera, y con los mismos argumentos, con que las
universidades han ido a por sus estudiantes y profesores.
Mientras
tanto, la desobediencia, un elemento crucial de la lucha progresista
universitaria de los años 60 en adelante, ha dejado de ser una opción. Las
administraciones no se atreven a desobedecer al regimen, por más
anticonstitucionales que sean sus acciones, pero tampoco permiten que los
estudiantes las desobedezcan a ellas. Ante las protestas propalestinas, muchas
administraciones recurrieron a medidas disciplinarias desmesuradas
(suspensiones, expulsiones). Fue precisamente la Universidad de Columbia –hoy
en la diana del trumpismo– la que decidió llamar a la policía de Nueva York
para desalojar un edificio ocupado por un grupo de manifestantes.
Esta
fetichización de la obediencia y del castigo puede resultar rara, dado que la
mayoría de los profesores y estudiantes se identifican como progresistas y no
dudarían en defender los logros conseguidos tras medio siglo de luchas
emancipatorias. Para explicar la paradoja, es importante comprender otro
elemento esencial de la lógica institucional de las universidades
norteamericanas de las últimas décadas: la tendencia a buscar una salida
burocrática a tensiones políticas y culturales; instituir nuevas reglas y
contratar a administradores para hacer que se cumplan. ¿Se diagnostica un
problema endémico de acoso sexual? Entonces se crea una agencia encargada de
escribir y vigilar nuevas normas de conducta en las relaciones íntimas. ¿Los
estudiantes de cierto grupo se sienten infrarrepresentados? Pues se crea una
nueva oficina para promover sus intereses. El problema no es que estas medidas
hayan sido ineficaces (a veces logran cambios) sino que han incrementado sin
cesar el cometido de las burocracias universitarias, al mismo tiempo que
restringen la autonomía de las y los estudiantes y el poder del profesorado en
la gobernanza de sus propias instituciones.
A
pesar de estos y otros problemas, la educación superior en Estados Unidos no
deja de ser una pieza central de su poderío económico y cultural. La prisa y la
saña con las que Trump, Vance y Musk han procedido al desmantelamiento de su infraestructura
son tan ilógicas como la falta de valentía y solidaridad a la hora de
defenderla de parte de la gran mayoría de líderes universitarios, cuya acción,
por ahora, se ha limitado al ámbito judicial (son muchos los juicios
pendientes) y a la movilización, por debajo del radar, de los ejércitos de
lobistas del ramo.
Mientras
tanto, entre el profesorado y el estudiantado –que, si no tienen pasaporte estadounidense,
son objetos de una intensa vigilancia realizada por empresas privadas y un uso
más bien torpe de la inteligencia artificial– cunde la sensación de
desorientación y desamparo y, con ella, la alarma y la indignación. (“Nadie os
puede proteger, estamos viviendo tiempos peligrosos”, advirtió el decano de la
Facultad de Periodismo de Columbia en una reunión para estudiantes extranjeros,
después de instarles a que se cuidaran de no colgar nada en redes relacionado
con Oriente Medio. Como explica Claudia Rosel, presente en la reunión, la
filtración de una “conversación tensa” en la que “profesorado y alumnado
buscaban la manera de seguir ejerciendo su trabajo de forma segura en medio de
la represión política”, acabó por desatar una crisis interna).
Esto
no puede durar. Si el ejemplo de Columbia demuestra algo, es que más voluntad
de obediencia solo invita a mayores abusos. En este sentido, la actitud pasiva
de su rectora ante la detención de Mahmoud Khalil en una residencia de la
universidad contrasta con la de la periodista Michel Martin, que, en una
entrevista demoledora en la radio pública con el viceministro de Interior
(Deputy Secretary of Homeland Security), solo necesitó cinco minutos para
exponer la flagrante anticonstitucionalidad del caso.
*Profesor de Estudios Hispánicos en
Oberlin College. Es autor de numerosos libros, el último de ellos ‘Exhuming
Franco: Spain’s second transition’
No hay comentarios:
Publicar un comentario