EGIPTO Y TUNEZ
RESPALDAN LA RESTAURACION DE PALESTINA Y
REPUDIAN EL DESPLAZAMIENTO DE LOS PALESTINOS.
- Los presidentes apoyan el plan árabe que tiene como objetivo la reconstrucción de
Gaza elaborado por Egipto. Destacaron
los esfuerzos de el gobierno de el Cairo por consolidar el acuerdo de alto al
fuego y facilitar la entrada de ayuda humanitaria a Gaza.
- Terminaron este histórico encuentro los
mandatarios de Egipto y Túnez reiterando su compromiso con la estabilidad,
unidad y soberanía de Libia y siria junto con la seguridad de sus pueblos
frente a los riesgos de conflictos y
división.
Prof. Moreno
Peralta/IWA
Secretario
ejecutivo Addhee.Ong
Cumbre de El Cairo: El rechazo estadounidense-israelí del plan árabe
para Gaza es el momento de la verdad: Egipto y Tunez.
Por Soumaya Ghannoushi* – Voces del Mundo*/escritora y analista internacional/ Diario RED, xinhuanet, la jornada de México, Other News, Tektonikos, red
latina sin fronteras, en red, el salto diario, el clarín de chile,
ACHEI, ADDHEE.ONG:
Los reyes y presidentes árabes se reunieron en El Cairo, convocados por
el peso de la historia, arrastrados a un teatro en el que podían decidirse sus
destinos, no sólo para Palestina, sino para la propia legitimidad de sus
gobiernos.
No era la diplomacia de siempre. No se trataba de una cumbre rutinaria
llena de declaraciones huecas y promesas cansinas. Ha sido un ajuste de
cuentas, un momento en el que el mundo árabe se ha mirado al espejo y se ha
preguntado: ¿Tenemos aún el poder de negarnos o nos han domesticado hasta el
punto de no poder salvarnos?
En el centro de la cumbre se encontraba un plan tan monstruoso que casi
desafía la imaginación: el desplazamiento forzoso de los palestinos de Gaza, un
acto final de borrado que pretende transformar el territorio en una «Riviera»
desinfectada y domesticada donde las huellas de sus verdaderos propietarios se
borren de la arena.
La visión nació en las salas de guerra de Tel Aviv y fue bendecida en
los pasillos de Washington, una audaz maniobra para moldear las ruinas de Gaza
y convertirla en un apéndice pacificado del Estado israelí. Pero para hacer
realidad esta fantasía se necesita una última condición: el consentimiento
árabe.
El Cairo se convirtió así en el escenario donde la historia sería
traicionada o desafiada. La cuestión no era simplemente si los líderes árabes
rechazarían el desplazamiento de los palestinos -algunos tenían que hacerlo,
porque sus propios tronos temblarían bajo el peso de semejante catástrofe-.
La verdadera prueba era si también iban a rechazar la exigencia más
insidiosa que acechaba bajo la superficie: el llamado plan del «día después»,
la visión estadounidense-israelí cuidadosamente diseñada para la Gaza de la
posguerra, en la que la resistencia no sólo era sometida sino borrada, en la
que la propia noción de soberanía palestina quedaba permanentemente extinguida.
La contrapropuesta
El camino hacia El Cairo estuvo marcado por la tensión y la fractura.
Días antes se había celebrado en Riad una cumbre de menor envergadura, una selecta
reunión de líderes del Golfo, junto con Jordania y Egipto, envuelta en la
retórica de la «hermandad».
Sin embargo, tras este velo de camaradería se escondía un acto
deliberado de exclusión: Argelia, un Estado con peso e historia, fue dejada de
lado. El presidente Abdelmadjid Tebboune, al darse cuenta de la farsa, se negó
a asistir a la cumbre de El Cairo y envió a su ministro de Asuntos Exteriores
en su lugar.
Igualmente llamativa fue la ausencia de Arabia Saudí y los EAU, aunque
sus razones difirieron por completo. Su condición para participar en la
reconstrucción de Gaza era inequívoca: la completa neutralización política y
militar de Hamás.
Los Estados Árabes Unidos fueron un paso más allá, señalando su
alineamiento con la visión de Trump a través de su embajador en Washington: un
rechazo rotundo a cualquier alternativa árabe al plan israelí-estadounidense.
Y así, antes incluso de que comenzara la cumbre principal, las
divisiones quedaron al descubierto. El frente árabe, frágil y fragmentado,
quedó expuesto en su impotencia.
Mientras los gobernantes árabes vacilan, dudan y calculan, el primer
ministro israelí el delincuente fugitivo
Benjamin Netanyahu se mueve con la precisión de un hombre que sabe que sus
oponentes son demasiado débiles para detenerle. No esperó a los resultados de
la cumbre para tensar la cuerda en torno a Gaza, asfixiándola con un bloqueo
intensificado y blandiendo el espectro de una nueva devastación.
Su mensaje a los dirigentes árabes fue tan directo como humillante: las
palabras no os salvarán. Las declaraciones no alterarán los hechos sobre el
terreno. U os alineáis con los dictados de Washington y Tel Aviv u os
convertiréis en irrelevantes.
La cumbre árabe, bajo el peso de estas presiones, ha adoptado ahora un
plan en tres fases para la reconstrucción de Gaza. La primera fase abarca seis
meses y se centra en la limpieza de escombros y desechos.
La segunda consiste en construir infraestructuras en Rafah y las
regiones del sur de la Franja. La tercera se extiende a la reconstrucción de
las zonas central y septentrional.
Esta es la contrapropuesta del mundo árabe al programa de
desplazamientos forzosos: una visión que pretende estabilizar Gaza sin
desarraigar a su población.
Sin embargo, más allá de la mecánica de la reconstrucción, se plantea
una cuestión mucho más espinosa: ¿quién gobernará Gaza mientras tanto? La
respuesta de la cumbre es un comité administrativo temporal, encargado de
mantener el orden y la estabilidad hasta que la Autoridad Palestina pueda
asumir el control total.
Pero la verdadera cuestión no es sólo de gobierno, sino de soberanía.
¿Serán capaces los Estados árabes de resistir el implacable empuje de la agenda
estadounidense-israelí, que pretende moldear no sólo la geografía de Gaza, sino
su propia identidad y dirección política?
Ahí radica la gran contradicción de la cumbre. Oficialmente, la postura
árabe ha sido de rechazo. Egipto, Jordania y Arabia Saudí han trazado una línea
en la arena, rechazando el desplazamiento masivo de palestinos.
Pero esto no ha sido un acto de claridad moral, sino de autopreservación.
Estos regímenes entienden que la expulsión forzosa de palestinos no es sólo una
amenaza para Palestina; es un desafío directo a su propia estabilidad. Una
nueva oleada de refugiados, una nueva herida abierta en el corazón de la
región, podría desestabilizar sus propios y frágiles equilibrios de poder. Su
oposición no se basa en principios, sino en la supervivencia.
Y bajo este aparente desafío, se está gestando una traición más
profunda. Porque aunque los líderes árabes puedan negarse al desplazamiento,
son mucho más maleables cuando se trata del plan del «día después»: la asfixia
lenta y calculada de la soberanía palestina, la destrucción de Gaza mediante la
reconstrucción impuesta, no por la fuerza, sino mediante la reestructuración
artificial de sus cimientos políticos y económicos.
Esta es la máxima ambición israelí-estadounidense: convertir Gaza de un
lugar de resistencia en una entidad amurallada, pacificada y neutralizada,
donde la idea de libertad quede lentamente enterrada bajo capas de normalidad
impuesta.
Si la contrapropuesta de la cumbre árabe pretendía afirmar la capacidad
regional sobre el futuro de Gaza, la respuesta estadounidense-israelí dejó
pocas dudas sobre quién sigue llevando las riendas.
Washington se apresuró a tachar el plan de poco realista, y el portavoz
del Consejo de Seguridad Nacional, Brian Hughes, declaró que «no se ajustaba a
la realidad sobre el terreno».
La Casa Blanca, en efecto, reforzó la posición de Netanyahu: La
reconstrucción de Gaza no puede llevarse a cabo en los términos árabes, y
cualquier esfuerzo de reconstrucción debe alinearse con el marco más amplio
estadounidense-israelí.
Israel, por su parte, reafirmó su compromiso con la visión de Trump, un
plan que, en esencia, pretende diseñar una Gaza sin palestinos, ya sea mediante
el desplazamiento forzoso o haciendo que la vida en el territorio sea lo
suficientemente insostenible como para llevar a sus habitantes a otro lugar.
Y dado que tanto Estados Unidos como Israel rechazan de plano el plan
árabe, el margen de maniobra se ha reducido hasta ser prácticamente
inexistente. El mensaje para los regímenes árabes es contundente: sus esfuerzos
por diseñar un escenario de posguerra según sus propios términos son, en el
mejor de los casos, irrelevantes, y en el peor, una molestia que hay que dejar
de lado.
El juicio de la historia
Durante 15 meses, Israel libró una guerra de ferocidad despiadada en
Gaza y, sin embargo, a pesar de los ríos de sangre y las montañas de escombros,
no logró alcanzar sus objetivos centrales. No pudo desmantelar la resistencia
palestina. No pudo imponer su voluntad por la fuerza.
Pero si algo ha demostrado la historia es que Israel no se rinde, sino
que se adapta. Lo que no puede tomar con misiles, lo asegura con diplomacia. Lo
que no puede imponer con la guerra, lo extrae con negociaciones. Y lo que no
puede imponer solo, obliga a los regímenes árabes a imponerlo en su nombre.
Los regímenes árabes han sido puestos a prueba, y el veredicto es claro.
No se les pidió que hicieran la guerra, simplemente que se mantuvieran a bordo
de un proyecto diseñado para borrar la soberanía palestina; sin embargo, cuando
llegó el momento, vacilaron.
Rechazaron el desplazamiento con palabras mientras dejaban la puerta
abierta a que Gaza fuera reconstruida bajo los dictados extranjeros, condenando
una forma de borrado mientras concedían otra. No se rindieron abiertamente,
pero tampoco se resistieron. En su lugar, perfeccionaron el arte de la
sumisión, velada en la retórica del desafío.
Porque estos regímenes no son actores soberanos. No gobiernan, sino que
orbitan. Su supervivencia depende del patrocinio extranjero, sus políticas se
diseñan en capitales lejanas. Algunos albergan bases militares estadounidenses,
otros se mantienen gracias a la ayuda financiera occidental, y la mayoría no
gobiernan por la voluntad de su pueblo, sino por la maquinaria de represión que
los mantiene en el poder.
No son libres para actuar, sólo para obedecer.
Así pues, la cumbre sigue la trillada coreografía de la duplicidad: un
estruendoso rechazo performativo del desplazamiento que enmascara una
silenciosa aquiescencia con la agenda israelí-estadounidense más amplia. Un
espectáculo de desafío que oculta la constante erosión de la soberanía palestina.
Sin embargo, al seguir este camino, los regímenes árabes no sólo
traicionan a Palestina. Se traicionan a sí mismos. Se lanzan a una peligrosa
confrontación, no sólo con el pueblo palestino, sino con el suyo propio.
Durante décadas, la causa palestina ha sido la última medida de
legitimidad en el mundo árabe. Abandonarla es deshacer lo que les queda de
credibilidad política. Y aunque estos gobernantes crean que el tiempo embota el
recuerdo de la traición, olvidan que la ira es paciente y la historia despiadada.
El tiempo no absuelve. El pueblo no olvida. Y el libro de cuentas de la
cobardía está escrito con una tinta que nunca se borra.
Traducido del inglés por Sinfo Fernández
*Originalmente publicado en Middle East Eye
*Soumaya Ghannoushi es una escritora tunecino-británica experta en
política de Oriente Medio. Sus trabajos periodísticos han aparecido en The
Guardian, The Independent, Corriere della Sera, Aljazeera.net y Al Quds. Puede
encontrarse una selección de sus escritos en: soumayaghannoushi.com y en X:
@SMGhannoushi.
Lo subrayado/interpolado es nuestro.
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