“CRUCE DE CAMINOS”
Por Comandante Fidel Castro Ruz Presidente de la República de Cuba
RECUPERANDO LA MEMORIA HISTORICA. LOS PUEBLOS SIN MEMORIA HISTORICA NADA SIGNIFICAN NI NADA VALESN. HAY QUE HONRAR A AQUELLOS SERES HUMANOS QUE DIERON SUS VIDAS Y SU EXISTENCIA POR DAR CONTENIDO,FORMA Y PERFIL A NUESTRAS NACIONALIDADES” : DR. SALVADOR ALLENDE GOSSENS. PRESIDENTE DE CHILE, CONGRESO DE LA UNION, MEXICO.
Querido y admirado comandante Fidel Castro Ruz,
siempre es 13 de agosto para los Pueblos Latinoamericanos y caribeños. Fuente de esperanza, inspiración y lucha:
¡presente hoy y siempre! Un ser humano genial afirmó, “No se nace cuando se
empieza a ver la luz, sino cuando se empieza a alumbrar por sí mismo”: de mis
grandes maestros aprendí: si el discípulo no supera al maestro, malo para el
discípulo y para el maestro. No me queda duda, que el espíritu del maestro
libertador Lic. José Martí Pérez debe sentirse muy feliz con su primer
discípulo el comandante Fidel Castro Ruz.
A
más de cinco décadas de la primera edición de “Cien años de soledad” el
comandante Fidel Castro Ruz escribe sobre su relación con el escritor caribeño.
Desde un imaginario encuentro a los 21 años, en el bogotazo la rebelión que en
1948 sacudió a la capital colombiana, pasando por anécdotas que atraviesan
décadas, el genial jefe de Estado Cubano hace un retrato irónico y original de
uno de sus pocos amigos...
Gabo
y yo estábamos en la ciudad de Bogotá el triste día 9 de abril de 1948 en que
asesinaron a Jorge Gaitán. Teníamos la misma edad: 21 años, fuimos testigos de
los mismos acontecimientos. Ambos estudiábamos la misma Carrera de Derecho. Eso al menos creíamos los dos.
Ninguno tenía noticias del otro. No nos conocía nadie. Ni siquiera nosotros
mismos.
El hombre de la máquina de escribir.
Aquella
noche de nuestro diálogo, repasaba las imágenes grabadas en la memoria: asesinaron a Gaitán, repetían los gritos del
9 de abril en Bogotá, adonde habíamos viajado un grupo de jóvenes cubanos para
organizar un congreso latinoamericano de estudiantes.
Mientras
permanecía perplejo y detenido, el pueblo arrastraba al asesino por las calles,
una multitud incendiaba comercios, oficinas, cines y edificio de
inquilinato. Algunos llevaban de uno a
otro lado pianos y armarios en andas.
Alguien rompía espejos.
Otros
la emprendían contra los pasquines y las marquesinas. Los de más allá
vociferaban su dolor desde las bocacalles, las terrazas o las paredes
humeantes. Un hombre se desahogaba dando
golpes a una máquina de escribir, y para ahorrarle el esfuerzo descomunal e
insólito, lanzó hacia arriba y voló en pedazos al caer contra el piso de
cemento. Mientras hablaba. Gabo escuchaba y probablemente confirmaba aquella
certeza suya de que en América Latina y el Caribe los escritores han tenido que
inventar muy poco, porque la realidad supera cualquier historia imaginada, y
tal vez su problema ha sido el de hacer creíble su realidad. El caso es que,
casi concluido el relato, supe que Gabo también estaba allí y percibí
reveladora la coincidencia, quizás
habíamos recorrido las mismas calles y vivido los sobresaltos, asombros e
ímpetus que me llevaron a ser uno más de aquel río súbitamente desbordado de
los cerros.
Dispare
la pregunta con la curiosidad empedernida de siempre, y tú ¿qué hacías durante
el bogotazo? Y el imperturbable, atrincherado en su imaginación sorprendente,
Vivaz, díscola y excepcional respondió rotundamente sonriente e ingenioso desde
la naturalidad de sus metáforas: “Fidel, yo era aquel hombre de la máquina
de escribir”
A Gabo lo conozco desde siempre, y la primera vez pudo ser en cualquiera de esos instantes o territorios de la
frondosa geografía poética garciamarquiana.
Como él mismo confesó, lleva sobre su consciencia el haberme
iniciado y mantenerme al día en “la adición de los best seller de consumo
rápido “, como método de purificación contra los documentos oficiales. A lo que habría que agregar su
responsabilidad al convencerse no solo que en mi próxima reencarnación
querría ser escritor, sino que además querría serlo como Gabriel García Márquez, con ese tenaz y persistente
detallismo en que apoya como en
una piedra filosofal, toda la credibilidad
de sus deslumbrantes exageraciones.
En una oportunidad llegó a aseverar que me habría
tomado 18 bolas de helado, lo cual como es de suponer, protesté con la mayor
energía posible.
Recordé después en el texto preliminar “Del amor y
otros Demonios” que un hombre se paseaba en su caballo de 11 meses y sugerí al
autor: “Mira Gabo, añádele dos o tres años más a ese caballo, porque uno de 11
meses es un potrico”.
Después, al leer la novela impresa, uno
recuerda a Abrenuncio Sa Pereira Cao, a quien Gabo reconoce como el médico más notable y controvertido de la ciudad de Cartagena de
Indias, en los tiempos de la narración.
En la novela, el hombre llora sentado en una piedra
del camino junto a su caballo que en octubre cumple 100 años y en una bajada se le reventó el corazón. Gabo, como
era de esperarse, convirtió la edad del animal
en una prodigiosa circunstancia.
En un suceso creíble de inobjetable veracidad.
Su literatura es la prueba fehaciente de sus
sensibilidad y adhesión a los orígenes de su inspiración latinoamericana y
lealtad a la verdad, de su pensamiento progresista.
Comparto con él una teoría escandalosa,
probablemente sacrílega para academias y doctores en letras sobre la
relatividad de las palabras del idioma, y lo hago con la misma intensidad con que siento
fascinación por los diccionarios, sobre todo aquel que me obsequiara cuando
cumplí 70 años, y es una verdadera joya, porque a la definición de las palabras
añade frases célebres de la literatura
hispanoamericana, ejemplos de buen uso del
vocabulario.
También, como hombre público obligado a escribir
discursos, coincido con el escritor en el deleite por la búsqueda de la palabra exacta, una especie de obsesión
compartida hasta que la frase nos queda
a gusto, fiel al sentimiento o a la idea que
deseamos expresar. Lo admiro sobre todo cuando, al no existir esa palabra exacta,
tranquilamente la inventa, ¡como envidio esa licencia suya ¡
Su autobiografía la imagino de nostalgia por el
trueno de las 4 de la tarde, que era el
instante de relámpago y magia que su madre
Luisa Santiaga Márquez Iguarán echaba de menos lejos de
Aracataca la aldea sin empedrar de torrenciales aguaceros eternos,
hábitos de alquimia y telégrafo y amores turbulentos que poblarían Macondo, el
pequeño pueblo de las páginas de cien años solitarios con todo el polvo y el
hechizo de Aracataca. De Gabo siempre me han llegado cuartillas aun en preparación, por el gesto generoso con que siempre me
envía, como a otros
a quienes mucho aprecia, los borradores de sus libros, como prueba
de nuestra vieja y entrañable amistad. Esta vez, en Vivir para
Contarla, hace una entrega de sí mismo con sinceridad, candor y vehemencia, que
le develan como los que es, un ser humano con bondad de niño y talento
cósmico, un ser humano de mañana, al que agradecemos haber vivido esa vida para
contarla…
No hay comentarios:
Publicar un comentario