En “el nuevo orden mundial” del capitalismo salvaje, la guardia pretoria de AMLO y la guardia pretoria de Piñera Echeñique: más comparaciones que diferencias, corrupción, narcotráfico e impunidad.
Por Diego Fonseca,
escritor, analista internacional/ colaborador regular de The New York Times/ Addhee.Ong
El secretario de Defensa de México, el general Luis Cresencio Sandoval, y el presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, en febrero de este año.
Mientras
lees estas líneas, en México un soldado habrá distribuido vacunas, un
marino habrá terminado de quitar sargazo del mar Caribe y un oficial vigilará a
un grupo de migrantes que avanza para cruzar sin documentos la frontera sur del
país. En ocasiones, quizás mate a alguno.
Los
militares también aparecen a menudo en las conferencias mañaneras del presidente
Andrés Manuel López Obrador. Y por una razón: con AMLO, las fuerzas armadas se
han vuelto omnipresentes en la vida diaria de México. La militarización es
mayor, incluso, que cuando el derechista Felipe Calderón declaró su guerra al
crimen organizado en 2006 o después de que Enrique Peña Nieto mantuviera ese
despliegue durante su mandato.
AMLO
comprende que la presencia militar hace fuerte a su gobierno, al menos metiendo
el susto en el cuerpo de la oposición y la sociedad civil sobre sus intenciones.
No es solo que encontrase en ella un aliado para atacar problemas de policías
corruptas o burocracias lentas: el presidente está decidido a cobijar a las
fuerzas armadas en su proyecto político. AMLO, un nacionalista autoritario que
dice ser de izquierda, habla de los soldados como el pueblo
uniformado al igual que Hugo Chávez Su discurso cala profundo en las familias más
pobres, donde suele nutrirse la infantería militar.
En la
construcción del poder, no siempre se necesita ocupar un cargo para cogobernar
y, sin suficiente transparencia o vigilancia legislativa, las fuerzas armadas
de México tienen demasiado campo de operación. Lo que el ejército decida hacer
depende más de la mayor o menor fe democrática que digan profesar sus generales
que de candados y controles institucionales.
No es una
imagen tranquilizadora. AMLO ha encontrado en los militares un respaldo
inesperado para realizar acciones de seguridad, resolver logística de oficinas
civiles del Estado o apuntalar negocios públicos. Y no es una buena idea tener
a una organización vertical y opaca con demasiado poder cerca de un presidente
con vocación hegemónica, escaso respeto por el disenso, desprecio por los
mecanismos de control y empeñado
en un ataque sistemático a la prensa independiente. ¿Acaso
unos se están convirtiendo en la guardia pretoriana del otro por ambiciones y
necesidades mutuas?
Golpes y
revoluciones mediante, la
presencia militar en la vida cotidiana de América Latina no ha
sido, por decir lo menos, saludable. Las dictaduras, el sandinismo devenido
en autocracia familiar, los
cientos de oficiales
investidos como funcionarios por Jair Bolsonaro en Brasil simbolizan —no
agotan— el riesgo de tener un cuerpo armado protagonizando la vida política de
las naciones.
México no
ha tenido golpes militares pero sus ejércitos tienen un lugar privilegiado en
el ajedrez institucional. En general, actúan en una suerte de limbo. Ejecutan
su presupuesto con muchísima autarquía y mínima supervisión legislativa. La
justicia rara vez condena a los soldados y altos oficiales que violan la ley,
creando un fuero especial cuasi de facto.
AMLO ha
virado en su visión de las fuerzas armadas. Después de prometer que las sacaría de las calles, les
otorgó mayor peso político, funcional y económico. Primero creó una Guardia
Nacional, civil
en el papel pero repleta de soldados; luego les concedió el control de las fronteras y
puso un número elevado de exoficiales al frente de las oficinas migratorias de
la mitad del país.
Ciertamente,
la relación de AMLO con las fuerzas armadas ha tenido tensiones. Los militares
se inquietaron cuando ordenó que liberaran a un hijo de Joaquín Guzmán en
Culiacán. Pero el gobierno se ha ocupado por llevarles tranquilidad. Como en
pocos asuntos, su
gobierno presionó a Estados Unidos por el retorno y liberación del ex secretario
de Defensa Salvador Cienfuegos, detenido en Estados Unidos por presuntos
vínculos directos con el narcotráfico. Comprensible para quien ve a los
militares como parte de su proyecto político.
Uniformes
caminando una casa de gobierno hieren el sentido común: no es guerra o
dictadura. El escenario parece invitar a un llamado recurrente: con oposiciones
desprestigiadas, la sociedad civil debe levantar su voz. Discutir la
inconveniencia de una organización inútil —los militares no están entrenados
para hacer de policías, manejar trenes, aeropuertos, distribuir vacunas,
detener migrantes o limpiar las playas— de una omnipresencia incontrolable. Y
discutirla políticamente: en América Latina la figura del hombre fuerte es
históricamente tentadora y, combinada con una presencia militar politizada,
trágica.
Es
imprescindible corregir a un presidente que solo parece cómodo si le obedecen
sin cuestionarlo. En unos meses serán las elecciones intermedias de México y es
probable que el partido de AMLO gane una mayoría legislativa absoluta. Si el
presidente lo logra, será difícil que retroceda y saque a los militares de su
círculo áulico: se sentirá reivindicado. ¿Reformará luego la Constitución,
posará con sus generales detrás? México haría bien en cuestionarse si no está
ante el riesgo de un nuevo caudillo que, enamorado de un incomprobable pueblo
bueno, decida gobernar abrazando a pretorianos armados.
Diego
Fonseca (@DiegoFonsecaDF) es
colaborador regular de The New York Times y director del Seminario
Iberoamericano de Periodismo Emprendedor en CIDE-México y del Institute for
Socratic Dialogue de Barcelona. Voyeur es su
último libro.
Lo
subrayado/interpolado es nuestro.
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