SER
COMO ELLOS*
Maestro
Eduardo Galeano de la Patria Continente América Latina y el Caribe
(a Karl Hubener)
Prolegómenos: La militancia cívica, que
suele deparar algunas satisfacciones, tiene sus exigencias, la principal, no se
puede actuar a medias- “Los caminos intermedios corresponden a la antesala de
la traición”-, es preciso darse por entero, consagrarse sin reserva en la
defensa de la dignidad, los derechos del ser humano y el entorno ecológico, en
el marco del desafío ontológico de la alternativa hamletiana: SER O NO SER.
Este ensayo, del maestro Galeano fue
traducido al Alemán, Francés e Inglés por la Señora Gerda Böcher, Directora de
la revista Latinoamérica un Pueblo Continente/ Berlín DDR y Subdirectora de la
fundación CESAL e.V Berlín/ DDR/1977.
Que la esperanza del maestro Galeano no
sólo sirva de consuelo, sino que sea descubierta a su propia manera por cada
persona, cada trabajador, cada joven, etc. Es el sentido de las publicaciones /
escritos de éste maravilloso ser humano, profundamente político, que no
pretendió ser caudillo, sino únicamente impulsor de su propio pensamiento al
servicio de la liberación económica, política, educacional y cultural de la
Patria Continente América Latina y el Caribe.
*El 1% - uno por ciento-de los
empresarios capitalistas que imponen la globalización del Capital en el marco
del “nuevo orden mundial, las piedras guías de Georgia / USA”: Los atiborrados,
los opresores, los depredadores de la Madre Naturaleza, violadores de los
Derechos Humanos, narcotraficantes, fabricantes
y traficantes de armas.
Los sueños y las
pesadillas están hechos de los mismos materiales, pero esta pesadilla dice ser
nuestro único sueño permitido: un modelo
de desarrollo que desprecia la vida, adora el dinero y las cosas.
¿Podemos ser como ellos?
Promesa de la
clase política, razón de los tecnócratas, fantasía de los marginados, sin voz
ni justicia: el Tercer Mundo se convertirá en Primer Mundo, y será rico y culto
y feliz, si se porta bien y si hace lo que le mandan sin chistar ni poner
peros. Un destino de prosperidad recompensará la buena conducta de los muertos
de hambre, en el capítulo final de la telenovela de la Historia Oficial: “Podemos ser como ellos”, anuncia el
gigantesco letrero luminoso encendido en el camino del desarrollo de los
subdesarrollados y la modernización de los atrasados.
Pero lo que no puede ser, no puede ser, y además
es imposible, como bien decía Pedro el Gallo, torero: si los países pobres
ascendieran al nivel de producción y derroche de los países ricos, el planeta
moriría. Ya está nuestro desdichado planeta en estado de coma, gravemente
intoxicado por la civilización industrial y exprimido hasta la penúltima gota
por la sociedad de consumo.
En los últimos
veinte años, mientras se triplicaba la humanidad, la erosión asesinó al
equivalente de toda la superficie cultivable de los Estados Unidos. El mundo,
convertido en mercado y mercancía, está perdiendo quince millones de hectáreas
de bosque cada año. De ellas, seis millones se convierten en desiertos. La
Madre Naturaleza, humillada, ha sido puesta al servicio de la acumulación de
capital/ del nuevo orden mundial, las piedras guías de Gerogia USA. Se envenena
la tierra, el agua y el aire para que el dinero genere más dinero sin que caiga
la tasa de ganancia. Eficiente es quien más gana en menos tiempo.
La lluvia ácida
de los gases industriales asesina los bosques y los lagos del Norte del mundo,
mientras los desechos tóxicos envenenan los ríos y los mares, y al Sur la
agroindustria de exportación avanza arrasando árboles y gente. Al Norte y al
Sur, al Este y al Oeste, el individuo serrucha, con delirante entusiasmo, la
rama donde está sentado.
Del bosque al
desierto: modernización, devastación. En la hoguera incesante de la Amazonia
arde media Bélgica por año, quemada por la civilización de la codicia, y en
toda América Latina la tierra se está pelando y secando. En América Latina
mueren veintidós hectáreas de bosque por minuto, en su mayoría sacrificadas por
las empresas que producen carne o madera, en gran escala para el consumo ajeno.
Las vacas de Costa Rica se convierten, en los Estados Unidos, en hamburguesas
McDonald's. Hace medio siglo, los árboles cubrían las tres cuartas partes del
territorio de Costa Rica: ya son muy
pocos los árboles que quedan, y al ritmo actual de deforestación, este pequeño
país será tierra calva al fin del siglo. Costa Rica exporta carne a los Estados
Unidos, y de los Estados Unidos importa plaguicidas que los Estados Unidos
prohíben aplicar sobre su propio suelo.
Unos pocos países
dilapidan los recursos de todos. Crimen y delirio de la sociedad del
despilfarro: el uno por ciento más rico de la Humanidad devora un tercio de
toda la energía y un tercio de todos los recursos naturales que se consumen en
el mundo. Según revelan los promedios estadísticos, un solo estadounidense
consume tanto como cincuenta haitianos. Claro que el promedio no define a un
vecino del barrio de Harlem, ni a Baby Doc Duvalier, pero de cualquier manera
vale preguntarse: ¿Qué pasaría si los cincuenta haitianos consumieran
súbitamente tanto como cincuenta estadounidense? ¿Qué pasaría si toda la
inmensa población del Sur pudiera devorar al mundo con la impune voracidad del
Norte? ¿Qué pasaría si se multiplicaran en esa loca medida los artículos
suntuarios y los automóviles y las neveras y los televisores y las usinas
nucleares y las usinas eléctricas? ¿Qué pasaría con el clima, que está ya cerca
del colapso por el recalentamiento de la atmósfera? ¿Qué pasaría con la tierra,
con la poca tierra que la erosión nos está dejando? ¿Y con el agua, que ya la
cuarta parte de la Humanidad bebe contaminada por nitratos y pesticidas y
residuos industriales de mercurio y plomo? ¿Qué pasaría? No pasaría.
Tendríamos que mudarnos de planeta. Éste
que tenemos, ya tan gastadito, no podría soportarlo.
El precario
equilibrio del mundo, que rueda al borde del abismo, depende de la perpetuación
de la injusticia. Es necesaria la miseria de muchos para que sea posible el
derroche de pocos. Para que pocos sigan consumiendo de más, muchos deben seguir
consumiendo de menos. Y para evitar que nadie se pase de la raya, el sistema
multiplica las armas y las malditas guerras. Incapaz de combatir contra la
pobreza, combate contra los pobres, mientras la cultura consumista/dominante,
cultura militarizada, bendice la violencia del poder terrorista.
El american way
of life, fundado en el privilegio del despilfarro, sólo puede ser practicado
por las minorías dominantes en los países dominados. Su implantación masiva
implicaría el suicidio colectivo de la Humanidad.
Posible, no es. Pero, ¿sería deseable?
¿Queremos ser como ellos?
Machacan noche y día los medios
mediáticos de (in)comunicación capitalistas globalizados.
En un hormiguero
bien organizado, las hormigas reinas son pocas y las hormigas obreras,
muchísimas. Las reinas nacen con alas y pueden hacer el amor. Las obreras, que
no vuelan ni aman, trabajan para las reinas. Las hormigas policías vigilan a
las obreras y también vigilan a las reinas.
La vida es algo
que ocurre mientras uno está ocupado haciendo otras cosas, decía John Lennon. En nuestra época, signada por la confusión de
los medios y los fines, no se trabaja para vivir: se vive para trabajar. Unos
trabajan cada vez más porque necesitan más que lo que consumen; y otros
trabajan cada vez más para seguir consumiendo más que lo que necesitan.
Parece normal que la jornada de trabajo
de ocho horas pertenezca, en América Latina, a los dominios del arte abstracto.
El doble empleo, que las estadísticas oficiales rara vez confiesan, es la
realidad de muchísima gente que no tiene otra manera de esquivar el hambre.
Pero, ¿parece normal que el hombre trabaje como hormiga en las cumbres del
desarrollo? ¿La riqueza conduce a la libertad, o multiplica el miedo a la
libertad?
Ser es tener,
dice el sistema. Y la trampa consiste en que quien más tiene, más quiere, y en
resumidas cuentas las personas terminan perteneciendo a las cosas y trabajando
a sus órdenes. El modelo de vida de la sociedad de consumo, que hoy día
se impone como modelo único en escala universal, convierte al tiempo en un
recurso económico, cada vez más escaso y más caro: el tiempo se vende, se
alquila, se invierte. Pero, ¿quién es el dueño del tiempo? El automóvil, el televisor,
el video, la computadora personal, el teléfono celular y demás contraseñas de
la felicidad, máquinas nacidas para ganar tiempo o para pasar el tiempo, se
apoderan del tiempo. El automóvil, pongamos por caso, no sólo dispone del
espacio urbano: también dispone del tiempo humano. En teoría, el automóvil
sirve para economizar tiempo, pero en la práctica lo devora.
Buena parte del
tiempo de trabajo se destina al pago del transporte al trabajo, que por lo
demás resulta cada vez más tragón de tiempo a causa de los embotellamientos del
tránsito en las babilonias modernas.
No se necesita
ser sabio en economía. Basta el sentido común para suponer que el progreso
tecnológico, al multiplicar la productividad, disminuye el tiempo de trabajo.
El sentido común no ha previsto, sin embargo, el pánico al tiempo libre, ni las
trampas del consumo, ni el poder manipulador de la publicidad. En las ciudades
del Japón se trabaja 47 horas semanales desde hace veinte años. Mientras tanto,
en Europa, el tiempo de trabajo se ha reducido, pero muy lentamente, a un ritmo
que nada tiene que ver con el acelerado desarrollo de la productividad. En
las fábricas automatizadas hay diez obreros donde antes había mil; pero el
progreso tecnológico genera desocupación en vez de ampliar los espacios de
libertad. La libertad de perder el tiempo: la sociedad de consumo no
autoriza semejante desperdicio. Hasta las vacaciones, organizadas por las
grandes empresas que industrializan el turismo de masas, se han convertido en
una ocupación agotadora. Matar el tiempo: los balnearios modernos reproducen el
vértigo de la vida cotidiana en los hormigueros urbanos.
Según dicen los
antropólogos, nuestros ancestros del Paleolítico no trabajaban más de veinte
horas por semana. Según dicen los diarios, nuestros contemporáneos de Suiza
votaron, a fines de 1988, un plebiscito que proponía reducir la jornada de
trabajo a cuarenta horas semanales: reducir la jornada, sin reducir los
salarios. Y los suizos votaron en contra.
Las hormigas se
comunican tocándose las antenas. Las antenas de la televisión comunican con los
centros de poder del mundo contemporáneo. La pantalla chica nos ofrece el
paraíso que no termina de llegar, el
frenesí del consumo, la excitación de la competencia y la ansiedad del éxito,
como Colón ofrecía chucherías a los indios. Exitosas mercancías. La publicidad
no nos cuenta, en cambio, que los Estados Unidos consumen actualmente, según la
Organización Mundial de la Salud, casi la mitad del total de drogas
tranquilizantes que se venden en el planeta. Hay que agregar el consumo del
narcotráfico que tiene a USA como el centro de comercio y consumo. En los
últimos veinte años, la jornada de trabajo aumentó en los Estados Unidos. En
ese período, se duplicó la cantidad de enfermos de stress.
La ciudad como
cámara de gas
Un campesino vale
menos que una vaca y más que una gallina, me informan en Caaguazú, en el
Paraguay. Y en el nordeste del Brasil: Quien planta no tiene tierra, quien tiene
tierra no planta.
Nuestros campos
se vacían, las ciudades latinoamericanas se hacen infiernos grandes como
países. La ciudad de México crece a un ritmo de medio millón de personas y
treinta kilómetros cuadrados por año: ya tiene cinco veces más habitantes que
toda Noruega. De aquí a poco, al fin del siglo, la capital de México y la
ciudad brasileña de San Pablo serán las ciudades mayores del mundo.
Las ciudades del
Sur del planeta son como las grandes ciudades del Norte, pero vistas en un
espejo deformante. La modernización copiona multiplica los defectos del modelo.
Las capitales latinoamericanas, estrepitosas, saturadas de humo, no tienen
carriles para bicicletas ni filtros para gases tóxicos. El aire limpio y el
silencio son artículos tan raros y tan caros que ya ni los ricos más ricos
pueden comprarlos.
En el Brasil, la
Volkswagen y la Ford fabrican automóviles sin filtros para vender en el Brasil
y en los demás países del Tercer Mundo. En cambio, esas mismas filiales
brasileñas de Volkswagen y Ford producen automóviles con filtros (convertidores
catalíticos) para vender en el Primer Mundo. La Argentina produce gasolina sin plomo para la exportación. Para el mercado interno, en cambio,
produce gasolina venenosa. En toda América Latina, los automóviles tienen la
libertad de vomitar plomo por los caños de escape. Desde el punto de vista de
los automóviles, el plomo eleva el octanaje y aumenta la tasa de ganancia.
Desde el punto de vista de las personas, el plomo daña el cerebro y el sistema
nervioso. Los automóviles, dueños de las ciudades, no escuchan a los intrusos.
Año 2000, recuerdos del futuro: gente con
máscaras de oxígeno, pájaros que tosen en vez de cantar, árboles que se niegan
a crecer. Actualmente, en la ciudad de México se ven carteles que dicen: Se
ruega no molestar los muros y Favor de no golpear la puerta. Todavía no hay
carteles que digan: Se recomienda no respirar. ¿Cuánto demorarán en aparecer
esas advertencias a la salud pública? Los automóviles y las fábricas regalan a la
atmósfera, cada día, once mil toneladas de gases y humos enemigos. Hay una
niebla de mugre en el aire, ya los niños nacen con plomo en la sangre – ¿Los
ricos carecen de hijos?-y en más de una ocasión han llovido pájaros muertos
sobre la ciudad que era, en tiempos, no tan lejanos, la región más transparente
del aire. Ahora el cóctel de monóxido de carbono, bióxido de azufre y
óxido de nitrógeno llega a ser tres veces superior al máximo tolerable para los
seres humanos. ¿Cuál será el máximo tolerable para los seres urbanos?
Cinco millones de
automóviles: la ciudad de San Pablo ha sido definida como un enfermo en
vísperas del infarto. Una nube de gases la enmascara. Sólo los domingos se
puede ver, desde las afueras, a la ciudad más desarrollada del Brasil. En las
avenidas del centro, los carteles luminosos advierten cada día a la población:
Calidad del aire: ruin.
Santiago de Chile, campeona del mundo en
contaminación.
Según las estaciones medidoras, el aire
de Santiago estuvo sucio o muy sucio
durante 323 días del año 1986.
En junio de 1989,
Santiago de Chile disputó con las ciudades de México y San Pablo, en unos días
sin lluvia ni viento, el campeonato mundial de contaminación. El cerro San
Cristóbal, en pleno centro de Santiago, no se veía, oculto tras una máscara de
smog. El naciente gobierno democrático de Chile -“en la medida de lo posible”-
impuso algunas mínimas medidas contra las ochocientas toneladas de gases que
cada día se incorporan al aire de la ciudad. Entonces los automóviles y las
fábricas pusieron el grito en el cielo: esas limitaciones violaban la libertad
de empresa y lastimaban el derecho de propiedad privada. La libertad del
dinero, que desprecia la libertad de los demás, había sido ilimitada durante la
dictadura cívico militar del general Pinochet, y había hecho una valiosa
contribución al envenenamiento general. El derecho de contaminar es un
incentivo fundamental para la inversión extranjera, casi tan importante como el
derecho de pagar salarios enanos. Y al fin y al cabo, el capitán general
Presidente de Chile Pinochet nunca había negado a los chilenos de corazón el derecho de respirar mierda.
La ciudad como
cárcel
La sociedad de
consumo, que consume gente, obliga a la gente a consumir, mientras la
telebasura imparte cursos de violencia a letrados y analfabetos. Los
que nada tienen, los marginados, pueden
vivir muy lejos de los que tienen todo, pero cada día los espían por el
cajón de los idiotas.
La telebasura
exhibe el obsceno derroche de la fiesta del consumo, los crímenes, la
corrupción, la depredación y a la vez
enseña el arte de abrirse paso a tiros.
La realidad imita
a la telebasura, la violencia callejera es la continuación de ella por otros
medios. Los niños marginados de la calle
practican la iniciativa privada en el delito, que es el único campo donde
pueden desarrollarla. Sus derechos humanos se reducen a robar y a morir para
sobrevivir. Los cachorros de puma, abandonados a su suerte, salen de cacería.
En cualquier esquina pegan el zarpazo y huyen. La vida acaba temprano, consumida
por el pegamento y otras drogas malditas, buenas para engañar el hambre y el
frío y la soledad; o acaba la vida cuando alguna bala policial la corta en
seco.
Caminar por las
calles de las grandes ciudades latinoamericanas, se está convirtiendo en una actividad
de alto riesgo. Quedarse en casa, también. La ciudad como cárcel: quien
no está preso de la necesidad, está preso del miedo. Quien tiene algo,
por poco qué sea, vive bajo estado de amenaza, condenado al pánico del próximo
asalto. Quien tiene mucho, vive encerrado en las fortalezas de la seguridad.
Los grandes edificios y conjuntos residenciales son castillos feudales de la
era electrónica. Les falta el foso de los cocodrilos es verdad, y también les
falta la majestuosa belleza de los castillos de la Edad Media, pero tienen
grandes rejas levadizas, altas murallas, torres de vigía y guardias privados
armados.
El Estado de
Derecho, que ya no es paternalista sino policial, no practica la caridad.
Pertenecen a la antigüedad los tiempos aquellos de la retórica sobre la
domesticación de los descarriados a través de las virtudes del estudio y del
trabajo creador. En la época de la economía de mercado, las crías humanas
sobrantes marginadas se eliminan por hambre o tiro. Los niños de la calle,
hijos de la mano de obra marginal, no son ni pueden ser útiles a la sociedad. La
educación como un bien de consumo por y para el lucro, al igual que la
medicina, pertenecen a quienes pueden pagarlas; la represión se ejerce contra
quienes no pueden comprarla.
LOS
JOVENES Y LOS NIÑOS, EL FUTURO DE LA HUMANIDAD
Según el New York
Times, entre enero y octubre de 1990, la policía asesinó más de cincuenta niños
en las calles de la ciudad de Guatemala. Los cadáveres de los niños, niños
mendigos, niños ladrones, niños hurgadores de basura, aparecieron sin lenguas,
sin ojos, sin orejas, tirados en los basurales. Según Amnesty International,
durante 1989 fueron ejecutados 500 niños y adolescentes en las ciudades
brasileñas de Río de Janeiro, San Pablo y Recife. Esos crímenes, cometidos por
los Escuadrones de la Muerte y otras fuerzas del orden parapolicial, no han
ocurrido en las áreas rurales atrasadas, sino en las más importantes ciudades
del Brasil: no han ocurrido donde el capitalismo salvaje globalizado falta,
sino donde sobra. La injusticia social, la corrupción y la impunidad, y el
desprecio por la vida crecen con el crecimiento de la economía capitalista
salvaje globalizada
En países donde
no hay pena de muerte, se aplica cotidianamente la pena de muerte en defensa
del derecho de propiedad privada. Y los fabricantes de opinión suelen hacer la
apología del crimen. A mediados de 1990, en la ciudad de Buenos Aires, un
ingeniero asesinó a balazos a dos jóvenes ladrones que huían con el pasacasetes
de su automóvil. Bernardo Neustadt, el periodista argentino más influyente, comentó en
la telebasura: Yo hubiera hecho lo mismo. En las elecciones brasileñas
de 1986, Afanásio Jazadji ganó un puesto de diputado en el estado de San Pablo.
Él fue uno de los diputados más votados en toda la historia de ese estado.
Jazadji había conquistado su inmensa popularidad desde los micrófonos de la
radio. Su programa defendía a gritos a los Escuadrones de la Muerte y predicaba
la tortura y el exterminio de los delincuentes: la lucha contra la delincuencia
infantil y juvenil.
En la
civilización del capitalismo salvaje globalizado, el derecho de propiedad es más
importante que el derecho a la vida. La gente vale menos que las cosas.
Resulta revelador, en este sentido, el caso de las leyes de impunidad. Las
leyes que absolvieron al terrorismo de Estado ejercido por las dictaduras
cívico militares, en los tres países del Sur, perdonaron el crimen y la
tortura, pero no perdonaron los delitos contra la propiedad privada (Chile:
decreto-ley 2191, en 1978; Uruguay: Ley 15848, en 1986; Argentina: Ley 23521,
en 1987).
El costo social “del Progreso”
Febrero de 1989,
Caracas. Sube a las nubes, de golpe, el precio del boleto, se multiplica por
tres el precio del pan y estalla la furia popular: en las calles quedan
tendidos trescientos muertos, o quinientos, o quién sabe. ¿A quién le importa
el número?
Febrero de 1991,
Lima. La peste del cólera ataca las costas de Perú, se ensaña sobre el puerto
de Chimbote y los suburbios miserables de la ciudad de Lima y mata a cien en
pocos días. En los hospitales no hay suero ni sal. El ajuste económico del
gobierno ha desmantelado lo poco que quedaba de la salud pública y ha
duplicado, en un santiamén, la cantidad de peruanos en estado de pobreza
crítica, que ganan por debajo del salario mínimo. El salario mínimo es de 45
dólares por mes.
Las malditas
guerras de ahora, guerras malditas electrónicas, ocurren en pantallas de
videogame. Las víctimas no se oyen ni se ven. La economía de laboratorio
tampoco escucha ni ve a los hambrientos, ni a la tierra arrasada. Las armas de
control remoto matan sin remordimientos. La tecnocracia internacional, que
impone al Tercer Mundo sus programas de desarrollo y sus planes de ajuste,
también asesina desde afuera y desde lejos.
Hace ya más de un
cuarto de siglo que América Latina viene desmantelando los débiles diques
opuestos a la prepotencia del dinero. Los banqueros acreedores han bombardeado
esas defensas, con las certeras armas de la extorsión, y los militares o
políticos corruptos gobernantes han ayudado a derrumbarlas, dinamitándolas por
dentro. Así van cayendo, una tras otra, las barreras de protección alzadas, en
otros tiempos, desde el Estado. Y ahora el Estado está vendiendo las empresas
públicas nacionales a cambio de nada, o peor que nada, porque el que vende,
paga.
Nuestros países
entregan las llaves y todo lo demás a los monopolios internacionales, ahora
llamados factores de formación de precios, y se convierten en mercados libres. La
tecnocracia internacional, que nos enseña a dar inyecciones en patas de palo,
dice que el mercado libre es el talismán de la riqueza. ¿Por qué será que los
países ricos, que lo predican, no lo practican? El mercado libre, humilladero
de los débiles, es el más exitoso producto de exportación de los fuertes. Se
fabrica para consumo de los países pobres. Ningún país rico lo ha usado jamás.
Talismán de la
riqueza, ¿para cuántos? Datos oficiales de Uruguay, Chile, Argentina y Costa Rica, los países donde menos ardían,
antes, las contradicciones sociales: ahora uno de cada seis uruguayos vive en
extrema pobreza, y son pobres dos de cada cinco familias costarricenses. El
dudoso matrimonio de la oferta y la demanda, en un mercado libre que sirve al
despotismo de los poderosos, dueños de la celestina universal, castiga a los
pobres y genera una economía de especulación. Se desalienta la producción, se
desprestigia el trabajo, se diviniza el consumo y las drogas. Se contemplan las
pizarras de las casas de cambio como si fueran pantallas de cine, se habla del
dólar como si fuera persona:
¿Y cómo está el dolar?
La tragedia se
repite como farsa. Desde los tiempos de Cristóbal Colón, América Latina ha
sufrido como tragedia propia el desarrollo capitalista buitre foráneo. Ahora lo
repite como farsa. Es la caricatura del desarrollo: un enano que simula ser
niño.
La tecnocracia ve
números y no ve personas, pero sólo ve los números que le conviene mirar.
Al cabo de este largo cuarto de siglo, se celebran algunos éxitos de la
modernización: El milagro de las
dictaduras militares bolivianas, pongamos por caso, cumplido por obra y gracia
de los capitales del narcotráfico: el ciclo del estaño se acabó, y con la caída
del estaño se vinieron abajo los centros mineros y los sindicatos de
trabajadores más peleones de Bolivia: ahora el pueblo de Llallagua, que no
tiene agua potable, cuenta con una antena parabólica de televisión en lo alto
del cerro del Calvario. El milagro chileno, de la dictadura cívico militar,
debido a la barita mágica del Presidente Pinochet., , exitoso producto que se
está vendiendo, en pócimas, en los países del Este. Pero, ¿cuál es el precio
del milagro chileno? ¿Y quiénes son los chilenos que lo han pagado y lo pagan?
¿Quiénes serán los polacos y los checos y los húngaros que lo pagarán? En Chile,
las estadísticas oficiales proclaman la multiplicación de los panes y a la vez
confiesan la multiplicación de los hambrientos. Canta victoria el gallo. Este
cacareo es sospechoso.
¿No se le habrá
subido el fracaso a la cabeza? En 1970, había un 20 por ciento de chilenos
pobres. Ahora hay un 50 por ciento.
Las cifras
confiesan, pero no se arrepienten. Al fin y al cabo, la dignidad humana depende
del cálculo de costos y beneficios, y el sacrificio del pobrería no es más que
el costo social del Progreso, lo afirman los epígonos tecnócratas de la sofofa.
¿Cuál sería el
valor de ese costo social, si pudiera medirse? A fines de 1990, la
revista Stern hizo una cuidadosa estimación de los daños producidos por
el desarrollo en la Alemania actual. La revista evaluó, en términos económicos, los
perjuicios humanos y materiales derivados de los accidentes de autos, los
congestionamientos del tránsito, la contaminación del aire, del agua y de los
alimentos, el deterioro de los espacios verdes y otros factores, y llegó a la
conclusión de que el valor de los daños equivale a la cuarta parte de todo el
producto nacional de la economía alemana. La multiplicación de la
miseria no figuraba, obviamente, entre esos daños, porque hace ya unos cuantos
siglos que Europa alimenta su riqueza con la pobreza ajena, pero sería
interesante saber hasta dónde podría llegar una evaluación semejante, si se
aplicara a las catástrofes de la modernización en América Latina. Y hay que
tener en cuenta que en Alemania el Estado controla y limita, hasta cierto
punto, los efectos nocivos del sistema sobre las personas y el medio ambiente.
¿Cuál sería la
evaluación del daño en países como los nuestros, que se han creído el cuento
del mercado libre y dejan que el dinero se mueva como tigre suelto? ¿El daño
que nos hace, y nos hará, un sistema que nos aturde de necesidades artificiales
para que olvidemos nuestras necesidades reales? ¿Hasta dónde podría medirse?
¿Pueden medirse las mutilaciones del alma humana? ¿La multiplicación de la
violencia, el envilecimiento de la vida cotidiana?
El Oeste/
capitalista vive la euforia del triunfo.
Tras el derrumbamiento del Este/ Stalinista, la coartada está servida: en el
Este, era peor. ¿Era peor? Más bien, pienso, habría que preguntarse si era
esencialmente diferente. Al Oeste: el sacrificio de la justicia, en nombre de
la libertad, en los altares de la diosa Productividad. Al Este: el sacrificio
de la libertad, en nombre de la justicia, en los altares de la diosa Productividad.
Al Sur, estamos todavía a tiempo de preguntarnos
si esa diosa merece nuestras vidas: Pero antes cada persona consciente tendría
que definir qué significa vivir (1991).
“El que no vive como piensa, termina de pensar cómo vive”…
PS: Lo subrayado es nuestro .
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