NI DERECHOS, NI
HUMANOS:
“Si votar sirviera para algo, ya
estaría prohibido” Maestro Eduardo Galeano
Si la maquinaria militar no mata, se oxida. El presidente del
planeta anda paseando el dedo por los mapas, a ver sobre qué país caerán las
próximas bombas. Ha sido un éxito la guerra de Afganistán, que castigó a los
castigados y mató a los muertos; y ya se necesitan enemigos nuevos.
Pero nada tienen de nuevo las banderas: la voluntad de Dios,
la amenaza terrorista y los derechos humanos. Tengo la impresión de que Barack Obama no es exactamente el tipo de traductor que Dios elegiría, si tuviera
algo que decirnos; y el peligro terrorista resulta cada vez menos convincente
como coartada del terrorismo militar. ¿Y los derechos humanos? ¿Seguirán siendo
pretextos útiles para quienes los hacen puré?
Por Eduardo Galeano
Hace más de medio siglo que las Naciones Unidas aprobaron la
Declaración Universal de los Derechos Humanos, y no hay documento internacional
más citado y elogiado.
No es por criticar, pero a esta altura me parece evidente que
a la Declaración le falta mucho más que lo que tiene. Por ejemplo, allí no
figura el más elemental de los derechos, el derecho a respirar, que se ha hecho
impracticable en este mundo donde los pájaros tosen. Ni figura el derecho a
caminar, que ya ha pasado a la categoría de hazaña ahora que sólo quedan dos
clases de peatones, los rápidos y los muertos. Y tampoco figura el derecho a la
indignación, que es lo menos que la dignidad humana puede exigir cuando se la
condena a ser indigna, ni el derecho a luchar por otro mundo posible cuando se
ha hecho imposible el mundo tal cual es.
En los treinta artículos de la Declaración, la palabra
libertad es la que más se repite. La libertad de trabajar, ganar un salario
justo y fundar sindicatos, pongamos por caso, está garantizada en el artículo
23. Pero son cada vez más los trabajadores que no tienen, hoy por hoy, ni
siquiera la libertad de elegir la salsa con la que serán comidos. Los empleos
duran menos que un suspiro, y el miedo obliga a callar y obedecer: salarios más
bajos, horarios más largos, y a olvidarse de las vacaciones pagas, la
jubilación y la asistencia social y demás derechos que todos tenemos, según
aseguran los artículos 22, 24 y 25. Las instituciones financieras
internacionales, las Chicas Superpoderosas del mundo contemporáneo, imponen la
"flexibilidad laboral", eufemismo que designa el entierro de dos
siglos de conquistas obreras. Y las grandes empresas multinacionales exigen acuerdos
"union free", libres de sindicatos, en los países que entre sí
compiten ofreciendo mano de obra más sumisa y barata. "Nadie será sometido
a esclavitud ni a servidumbre en cualquier forma", advierte el artículo 4.
Menos mal.
No figura en la lista el derecho humano a disfrutar de los
bienes naturales, tierra, agua, aire, y a defenderlos ante cualquier amenaza.
Tampoco figura el suicida derecho al exterminio de la naturaleza, que por
cierto ejercitan, y con entusiasmo, los países que se han comprado el planeta y
lo están devorando. Los demás países pagan la cuenta. Los años noventa fueron
bautizados por las Naciones Unidas con un nombre dictado por el humor negro :
Década Internacional para la Reducción de los Desastres Naturales. Nunca el
mundo ha sufrido tantas calamidades, inundaciones, sequías, huracanes, clima
enloquecido, en tan poco tiempo. ¿Desastres "naturales" ? En un mundo
que tiene la costumbre de condenar a las víctimas, la naturaleza tiene la culpa
de los crímenes que contra ella se cometen.
"Todos tenemos derecho a transitar libremente",
afirma el artículo 13. Entrar, es otra cosa. Las puertas de los países ricos se
cierran en las narices de los millones de fugitivos que peregrinan del sur al
norte, y del este al oeste, huyendo de los cultivos aniquilados, los ríos
envenenados, los bosques arrasados, los precios arruinados, los
Ni derechos ni humanos. Salarios enanizados. Unos cuantos
mueren en el intento, pero otros consiguen colarse por debajo de la puerta. Una
vez adentro, en el paraíso prometido, ellos son los menos libres y los menos
iguales.
"Todos los hombres nacen libres e iguales en dignidad y
derechos", dice el artículo 1. Que nacen, puede ser ; pero a los pocos
minutos se hace el aparte. El artículo 28 establece que "todos tenemos derecho
a un justo orden social e internacional". Las mismas Naciones Unidas nos
informan, en sus estadísticas, que cuanto más progresa el progreso, menos justo
resulta. El reparto de los panes y los peces es mucho más injusto en Estados
Unidos o en Gran Bretaña que en Bangladesh o Ruanda. Y en el orden
internacional, también los numeritos de las Naciones Unidas revelan que diez
personas poseen más riqueza que toda la riqueza que producen 54 países sumados.
Las dos terceras partes de la humanidad sobreviven con menos de dos dólares
diarios, y la brecha entre los que tienen y los que necesitan se ha triplicado
desde que se firmó la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Crece la
desigualdad, y para salvaguardarla crecen los gastos militares. Obscenas
fortunas alimentan la fiebre guerrera y promueven la invención de demonios
destinados a justificarla. El artículo 11 nos cuenta que "toda persona es
inocente mientras no se pruebe lo contrario". Tal como marchan las cosas,
de aquí a poco será culpable de terrorismo toda persona que no camine de
rodillas, aunque se pruebe lo contrario.
La economía de guerra multiplica la prosperidad de los
prósperos y cumple funciones de intimidación y castigo. Y a la vez irradia
sobre el mundo una cultura militar que sacraliza la violencia ejercida contra
la gente "diferente", que el racismo reduce a la categoría de
sub-gente. "Nadie podrá ser discriminado por su sexo, raza, religión o
cualquier otra condición", advierte el artículo 2, pero las nuevas
superproducciones de Hollywood, dictadas por el Pentágono para glorificar las
aventuras imperiales, predican un racismo clamoroso que hereda las peores
tradiciones del cine. Y no sólo del cine. En estos días, por pura casualidad,
cayó en mis manos una revista de las Naciones Unidas de noviembre del 86,
edición en inglés del Correo de la Unesco. Allí me enteré de que un antiguo
cosmógrafo había escrito que los indígenas de las Américas tenían la piel azul
y la cabeza cuadrada. Se llamaba, créase o no, John of Hollywood.
***
La Declaración proclama, la realidad traiciona. "Nadie
podrá suprimir ninguno de estos derechos", asegura el artículo 30, pero
hay alguien que bien podría comentar: "¿No ve que puedo?" Alguien, o
sea: el sistema universal de poder, siempre acompañado por el miedo que difunde
y la resignación que impone.
“El derecho a la duda es también un Derecho Humano, aunque no
lo mencione la declaración de las Naciones Unidas”
Maestro Eduardo Galeano de la Patria Continente América
Latina y el Caribe.
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