sábado, 4 de octubre de 2025

Trump, el tigre y el oso // Trump y la ilegalización del antifascismo


Trump, el tigre y el oso

Por Jorge Elbaum/escritor, académico, periodista y analista internacional

Diario red, Other news, el Clarín de Colombia, el nortino de Chile, el Clarín de Chile, Jornada de México, Xinhua.net, la Haine, enred sin fronteras, red latina sin fronteras, telesur, publico.es, Amy Goodman/Colombia University, el Sur Andino.

El brutalismo trumpista exhibe el malestar de una elite corporativa que se niega a aceptar la transición hacia una multipolaridad que privilegia las regulaciones de índole política por sobre las lógicas tecno-financieras, de carácter oligopólico. Las amenazas militares contra Venezuela, el chantaje económico brindado a Javier Milei, los castigos arancelarios, el macartismo, la xenofobia y el desprecio de organismos multilaterales, como la ONU, exponen el intento desesperado por salvaguardar un espacio de prerrogativas unilaterales, contrapuestas a las soberanías nacionales y a los dictados del derecho internacional.

La reunión de la Asamblea de las Naciones Unidas brindó elementos para evaluar el posicionamiento actual de los Estados Unidos y su deriva. Donald Trump (foto) expresa de forma incontinente la deriva supremacista, resultado del doble fracaso del neoliberalismo, impuesto con arrogancia durante el último medio siglo. Fiasco por asumir que la financiarización termina siempre en el estallido de burbujas especulativas –como en la crisis de 2008–, y por arrogarse la confianza de que los mercados alcanzan equilibrios homeostáticos. El presidente estadounidense arremetió contra las Naciones Unidas, en el 80 aniversario de su fundación, negando las hipótesis científicas sobre el calentamiento global, un día antes del encuentro sobre Acción Climática convocado por el secretario general de la ONU, Antonio Gutiérrez.

El negacionismo trumpista privilegia a las corporaciones petroleras porque han sido responsables de cofinanciar su regreso a la presidencia. Como tributo a dichos apoyos, el rubicundo magnate abandonó el Acuerdo de París, encargado de reducir el continuo aumento de la temperatura global y mejorar la capacidad de los países para afrontar el cambio climático. «Todo lo verde está en bancarrota» [porque se basa en el] “engaño del calentamiento global”. El desprecio a la ciencia y la violencia contra el planeta son coherentes con los procesos de racialización, macartismo, misoginia y hostigamiento a las diversidades que promueve la retórica reaccionaria.

La decisión de renunciar al cuidado del planeta es coherente con el abandono, por parte de Washington, de instituciones multilaterales como el Consejo de Derechos Humanos, la Organización Mundial de la Salud, la UNESCO y la entidad responsable de sostener a los Refugiados de Palestina en Oriente Próximo (UNRWA). El magnate, devenido en mandatario, despreció, además, la tarea de los funcionarios de los organismos multilaterales, adjudicándose el éxito en tareas de pacificación que –acusó– debiera llevar a cabo la ONU. Se atribuyó el haber superado siete conflictos bélicos sin especificar su rol en cada uno. Un exiguo relevamiento de dichas contiendas pone en evidencia la impunidad y la grotesca falsedad de sus declaraciones.

(a) Los combates entre Camboya y Tailandia se suspendieron momentáneamente gracias a la intervención del primer ministro de Malasia, Anwar Ibrahim, quien preside la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (ASEAN). (b) Serbia y Kosovo: la presencia de 4 mil uniformados de la OTAN en los Balcanes es presentada por Trump como una evidencia de pacificación. Sin embargo, en abril pasado volvió a recrudecer el conflicto ante la conformación de dos nuevas alianzas militares que desafían el statu quo regional. A mediados de marzo, Croacia, Albania y Kosovo constituyeron una coalición estratégica operativa, decisión que fue respondida por una coordinación de las fuerzas armadas de Serbia, Hungría y Bosnia-Herzegovina. (c) República Democrática del Congo y Ruanda: dos semanas después del acuerdo auspiciado por Trump, paramilitares de Ruanda llevaron a cabo una masacre en Rutshuru, ubicada en el noreste del Congo. (d) India y Pakistán. Las autoridades de Nueva Delhi niegan que el alto al fuego provisorio acordado con Pakistán sea el resultado de las presiones enunciadas por Washington. (e) El caso de Israel e Irán es quizás el más estrafalario: Trump se adjudica haber alcanzado la paz después de bombardear dos instalaciones nucleares en territorio de la República Islámica. Una verdadera paz bélica. (f) Egipto y Etiopía: Las tratativas entre El Cairo y Addis Abeba, relativas a la utilización de las aguas del Nilo para la construcción de la Gran Presa del Renacimiento Etíope, no incluyeron en ningún momento enfrentamientos armados y la mediación más relevante está siendo monitoreada por la Unión Africana. Cuando se produjo la intervención del Departamento de Estado, durante la primera presidencia de Trump, las autoridades de Etiopía consideraron que «la posición de Estados Unidos sobre el proyecto de la represa es totalmente inaceptable». (g) Armenia y Azerbaiyán: El único conflicto en el que Trump puede jactarse de haber asumido un rol relevante ha sido el tratado de paz entre Ereván y Bakú. El precio megalómano impuesto a los signatarios fue la nominación del paso fronterizo –que conectará Azerbaiyán con Turquía, a través de territorio armenio– como «Ruta Trump para la Paz y la Prosperidad Internacional», para subrayar la megalomanía reinante.

El presumido rol pacificador del mandatario estadounidense no hizo referencia alguna al aval brindado a Bibi Netanyahu para la continuidad del proceso genocida que se sucede en Gaza ni al bloqueo criminal que lleva a cabo en el Caribe contra la República Bolivariana. Tampoco se focalizó en la prohibición del ingreso a los Estados Unidos al presidente de la Autoridad Nacional Palestina –que se vio obligado a dirigirse ante la Asamblea de la ONU a través de un video desde Ramallah– ni a la exclusión forzada de Nicolás Maduro, perseguido por los delirios injerencistas de Marco Rubio y sus adláteres odiadores de Miami. Las aseveraciones respecto al conflicto de Europa Oriental, pronunciadas por Trump durante su encuentro con Volodimir Zelensky, volvieron a poner en evidencia la inconsistencia y volatilidad de su discurso. Un año atrás advertía al títere ucraniano de la OTAN que era imposible obtener una victoria militar sobre un país que cuenta con el 40 por ciento de todas las ojivas nucleares existentes en el mundo. Siete meses después –al no convencer a Vladimir Putin de aceptar las condiciones estipuladas por la Unión Europea y la OTAN–, modifica su opinión y afirma que Kiev está en óptimas condiciones de alzarse con una victoria militar.

Desde que el Complejo Militar Industrial estadounidense aumentó el valor de sus acciones en Wall Street, como producto de la venta de aparatología bélica a Bruselas, Trump se ha visto interesado en que la conflagración bélica se extienda en el tiempo. Por ese simple incremento de las utilidades, la Federación Rusa pasó a ser –según la caracterización enunciada por Trump– el «tigre de papel» que puede ser vencido por Ucrania. El portavoz del Kremlin, Dimitri Peskov, fue el encargado de refutar al mandatario estadounidense: «Rusia no es asociable en absoluto a un tigre. Nos sentimos más definidos por un oso. Y no conocemos la muletilla relativa al ´oso de papel´.»

Trump y la ilegalización del antifascismo

Por Miquel Ramos/Eescritor, periodista y analista internacional:

“Antifa es un grupo militarista y anarquista que pide explícitamente el derrocamiento del gobierno de los Estados Unidos, las autoridades policiales y nuestro sistema legal. Utiliza medios ilegales para organizar y ejecutar una campaña de violencia y terrorismo en todo el país para lograr estos objetivos”. Así empieza la orden ejecutiva que el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, firmó el pasado 22 de septiembre. Ya lo había advertido tras el asesinato del ultraderechista Charlie Kirk hace unos días, a pesar de que el asesino nada tiene que ver con grupos de izquierdas. Pero qué importa eso, qué importa la verdad, si llevas tiempo construyendo un relato alternativo de los hechos y amoldando la realidad a tus objetivos. 

Designar una organización que no existe como grupo terrorista, solo puede pasar en un contexto donde la fantasía se ha impuesto a los hechos. Y donde una gran parte de la ciudadanía está dispuesta a vivir en ella porque se siente más segura que enfrontando una realidad que le incomoda. Una mística que se ha instalado en la derecha global y que es el maná de su batalla cultural. Para ellos, hay una conspiración global encabezada por la izquierda, que supuestamente gobierna el mundo y que pretende destruir la familia, el orden natural, la biología, la convivencia y la nación. La izquierda, dicen, es la que promueve toda violencia política, la que odia a su propio país y a su gente, la libertad de expresión y la democracia, y que, además, está financiada por un titiritero que los maneja a su antojo. Y este, como no, es un judío (George Soros). 

La hipérbole no es mía, es el relato que enarbola el presidente Trump y gran parte de la extrema derecha, desde Rio de Janeiro hasta San Petesburgo, pasando por Utah, Ripoll, Madrid o Budapest. Muchos se lo creen. Otros, aunque lo repitan hasta la saciedad, ni siquiera se lo creen, y estoy seguro de que, en petit comité, se deben reír de sus seguidores por creerse semejantes chaladuras. No importa que los últimos intentos de golpe de Estado hayan sido protagonizados por estos mismos tras perder las elecciones, como vimos en el asalto al Capitolio de los EEUU o el fallido golpe de Bolsonaro contra Lula. Tampoco que la mayoría de las víctimas mortales por violencia política en los EEUU hayan sido obra de ultraderechistas. Ni que la mayor amenaza del terrorismo doméstico en USA durante años haya sido de los grupos de extrema derecha, tal y como reconocían sus propias agencias de seguridad, también en muchos países de Europa. Todo eso ya no importa. Todo es culpa de la izquierda. 

‘Antifa’ es el acrónimo de ‘antifascismo’, no una organización. Cualquier persona que se considere demócrata, que defienda los derechos humanos y se oponga al autoritarismo, es antifascista. El antifascismo fue un consenso global tras la derrota de la Alemania nazi y sus aliados, al menos en el plano retórico y simbólico, con las cenizas de Auschwitz sobrevolando Europa.

Sergio Mattarella, presidente de la República italiana, recordó el año pasado en un acto en Bolonia que la Constitución de su país es antifascista. Lo es, dijo, porque «se fundamenta en la lucha por La liberación, origen de la libertad y de la democracia». Lo mismo advirtió unos años antes, recordando que la Resistencia antifascista que venció a Mussolini es el «gran depósito moral» de los italianos, «cuyos valores, son hoy más necesarios que nunca». Estas declaraciones se ubican más bien en lo simbólico de la propia configuración del país tras la Segunda Guerra Mundial, hoy gobernado por una heredera del fascismo como Giorgia Meloni. Algo no han hecho bien las democracias occidentales tras el nazismo y el fascismo, reivindicadas como fruto de aquella victoria, cuando sus herederos tienen hoy más poder que nunca. 

La ofensiva de Trump contra este consenso democrático que fue el antifascismo es una declaración de intenciones sobre el mundo que pretenden imponer, despojado ya de todo compromiso con la democracia y sus fundamentos. El antifascismo es la garantía de la convivencia, de la diversidad y de la democracia, de todo lo que detesta el fundamentalismo y el autoritarismo que abanderan las nuevas derechas ya sin pudor. Y sí, el antifascismo se ha significado también en gran medida como anticapitalista, pues entiende que, si el fascismo pervive, es porque el capitalismo no ha tenido nunca ningún interés en acabar con él, sino más bien en instrumentalizarlo para garantizar su supervivencia. Algo que, tanto en los años 30 como en la actualidad, resulta cada vez más evidente. 

Nada de esto sería hoy posible si, durante décadas, el establishment no hubiese estado caricaturizando el antifascismo como una tribu urbana violenta y criminalizándolo como un extremo tan detestable como el fascismo. Y eso no ha sido obra de Trump. Ha sido el mantra que se ha extendido para no reconocer que el fascismo nunca murió, por ejemplo, el caso español de Francisco Franco Bahamondes, para absolver a quienes lo mantenían y actuaban en su nombre, tan útiles para mantener el orden social capitalista como lo ha sido la Alt-Right y todos los grupos supremacistas blancos para que Trump llegase al poder. Una equidistancia que pretende encontrar una virtud inexistente entre el racismo y el antirracismo, entre el machismo y el feminismo, entre el odio y la solidaridad. 

Hubo y hay un antifascismo más allá del plano retórico y simbólico, que ha sido un muro de contención contra una violencia brutal que se ha cobrado numerosas vidas, también en nuestro país. Un antifascismo que ha parado los pies a las bandas neonazis que sembraban el terror en las calles, que ha expuesto sus miserias y sus relaciones con el poder y que, al fin y al cabo, ha salvado vidas. Un antifascismo que incomodaba incluso a quienes decían detestar el fascismo, porque tomaba partido ante la indolencia institucional y la pasividad de la mayoría. Un antifascismo que ha combatido en soledad a un monstruo que la mayoría menospreciaba y creía anecdótico, y que hoy ha tomado de nuevo el poder. Un antifascismo que ha puesto el cuerpo, que se ha jugado el pellejo y que lo ha pagado caro por defendernos a todas y a todos. Que se lo digan a Guillem, a Carlos, a Clémént, a Pavlos, a Dax, a Heather y a tantos militantes antifascistas asesinados por haber tomado partido en esta lucha. 

Trump usa ‘Antifa’ como un continente donde cabe cualquiera que le lleve la contraria, que le incomode o le muestre resistencia. Que nadie crea que esto va solo de un grupo de encapuchados que tira piedras. La persecución del fantasma ‘Antifa’ es el nuevo macartismo, una manera de señalar a movimientos como Black Lives Matter, a las campañas por los derechos LGTBIQ+, al feminismo o a la izquierda en general. 

En un país donde las milicias armadas de extrema derecha campan a sus anchas, donde el KuKluxKlan sigue siendo legal, y donde los neonazis hicieron campaña por Trump, es normal que su presidente declare la guerra al antifascismo. La pregunta es dónde se van a situar quienes hasta ahora se ubicaban al margen de los supuestos dos extremos. Si creen que esto no va con ellos. Si van a volver a dejar solos a quienes nunca han dejado de señalar y combatir esta amenaza que hoy es más real que nunca. 

Lo subrayado/interpolado es nuestro

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