Las
Naciones Unidas, la IA/INTELIGENCIA ARTIFICIAL y la política de poder de
las grandes potencias
Por Ricardo Orozco/escritor y analista internacional
En el marco del octogésimo aniversario de las Naciones Unidas, las cinco potencias permanentes del Consejo de Seguridad aprovecharon la ocasión para imponer su visión de futuro acerca del desarrollo de la IA y de su utilidad en la disputa global por la hegemonía.
Entre el 23 y el 29 de septiembre del año en curso, la Organización de
las Naciones Unidas llegó a la celebración del octogésimo período de sesiones
de su Asamblea General en medio de un contexto internacional que, como pocas
ocasiones en la historia reciente de dicha organización, demanda de ella y de
todos sus órganos, de sus misiones y agencias especializadas, una altura de
miras y una capacidad de acción con las que, queda claro, no cuenta. Y no tanto
porque en su seno no disponga de personal técnico, administrativo, operativo y
diplomático lo suficientemente calificado como para conseguir que la
Organización cumpla con la Carta que la fundamenta y con los múltiples y
diversos mandatos que sus Estados parte le han conferido a lo largo de ochenta años
de existencia sino, antes bien, debido a que, una vez más, es evidente que tanto su andamiaje
institucional como su diseño jurídico han quedado rebasados por la
predisposición de las grandes potencias globales a gestionar los asuntos del
mundo por fuera de la propia ONU y, en correspondencia con ello, por la
manifiesta incapacidad de la mayor parte del resto de los Estados del mundo
para convertir su dimensión cuantitativa en potencia cualitativa.
Sintomático de esta situación es, por supuesto, el hecho de que, como
cada año, entre los discursos emitidos por un amplio número de Jefes y Jefas de
Estado y de Gobierno de todo el mundo fue posible hallar cuestionamientos
serios, balances críticos y propuestas de acción de enorme creatividad y
relevancia para atender las principales problemáticas que aquejan a la
comunidad internacional. Intervenciones discursivas que, en última instancia,
incluso si algo de sus palabras terminó por convertirse en mandato formal de la
Organización, la mayor parte de lo expuesto en la Asamblea General o bien se
quedó en eso (en discursos memorables, pero inoperantes), o bien se agotó en la
renuncia explícita o implícita a atender las crisis más graves de nuestro
tiempo para, en cambio, poner manos a la obra en asuntos de menor urgencia
(necesariamente por ello menos relevantes).
La incuestionable centralidad que asumieron en la mayor parte de los
discursos emitidos por las delegaciones de los Estados parte de la Organización
tópicos como los de la inminente irreversibilidad del cambio climático, las
consecuencias de no detener el genocidio en Palestina o la invasión rusa de
Ucrania, la tendencial masificación de los flujos migratorios alrededor del
mundo, la insostenible y onerosa carga que representan las proporciones ya
adquiridas por el endeudamiento público y privado, la proliferación de nuevas
patologías y de viejas enfermades hasta hace poco controladas –o técnicamente
erradicadas–, la expansión del hambre en el mundo o las repercusiones –aún
insospechadas, aún imprevisibles– del desarrollo incontrolado de la
Inteligencia Artificial y de matrices tecnológicas asociadas a y/o derivadas de
ella dan cuenta del hecho de que, en efecto, alrededor del mundo crece la
preocupación por abordar todos estos temas con prontitud, ingenio y destreza
(por cuarto año consecutivo, a propósito de ello, los posicionamientos del
presidente colombiano, Gustavo Petro; y de la Primera Ministra de Barbados, Mia
Amor Mottley, fueron, de entre todos, los más paradigmáticos de esta toma
conciencia histórica y de esta manifiesta sensibilidad ante las tragedias que
se suceden alrededor del planeta Tierra).
Al final de siete días de trabajo de la Asamblea General, sin embargo,
y pese a que en muchas de esas alocuciones brilló por su presencia cierto
animo de radicalidad y de rupturismo respecto de viejas tradiciones
diplomáticas y de política exterior, ningún acuerdo sustancial fue alcanzado
con el propósito explícito de atender, en lo inmediato, cualquiera de estas
problemáticas. Las guerras, los conflictos armados y los genocidios que se
producen en tiempo real siguen su curso de manera ininterrumpida y sin que algo
de lo dicho en la sede las Naciones Unidas hubiese sido capaz de cambiar un
poco la situación que se vive en el terreno; del mismo modo en que, otro año
más, no se alcanzó ningún acuerdo efectivo para descarbonizar la economía
mundial y contener, mitigar y/o revertir el cambio climático.
Tampoco se avanzó sobre la gestión de viejas y nuevas epidemias, del
hambre en el mundo o de la migración. Por si fuera poco, si algo quedo de
manifiesto en estos siete días de labores es lo mucho que han venido ganando
terreno, por todo el mundo, el autoritarismo y los posicionamientos ideológicos
y políticos de extrema derecha que, de hecho, se oponen a tratar dentro de
espacios multilaterales y a partir de lógicas comprometidas con la salvaguarda
de los derechos humanos los problemas que aquejan a la comunidad internacional.
Este año, por eso, no sorprendió ni lo intrascendente de los acuerdos
realmente alcanzados en temas de urgencia secundaria ni la magnitud de los
potencialmente asequibles en torno de tópicos prioritarios, pero que ni
siquiera llegaron a trascender de su enunciación como parte de uno o de muchos
discursos de Estado. Y es que, en efecto, sin temor a exagerar, si algo parece
haber caracterizado los debates de este septiembre de la Asamblea General de la
ONU eso fue el triunfalismo/autocomplaciencia con el que se presentó,
entre un número creciente de Estados, la voluntad explícita de marginalizar aún
más a los trabajos de la Organizaciónen toda agenda que no sea la de la
asistencia humanitaria en zonas no prioritarias para la definición de la
correlación de fuerzas en la política de poder de las grandes potencias, en el
marco de los relevos hegemónicos en curso y de su espacialización geopolítica
particular.
Más allá de lo evidente (la inacción ante el genocidio en Palestina, la
invasión de Ucrania y el cambio climático, etc.), un rasgo que ilustra con toda
claridad la incapacidad de Naciones Unidas para hacer de sí misma un actor con
incidencia real, efectiva y potencial, en la definición del naciente orden
internacional y de su configuración final en los años por venir tiene que ver
con el hecho de que, a pesar de haber sido la instancia convocante para la
celebración de un debate de alto nivel en torno de la necesidad de generar un
marco de gobernanza global de la Inteligencia Artificial, al final del día,
fueron las cinco delegaciones permanentes del Consejo de Seguridad (las mismas
que gestionan cotidianamente sus asuntos por fuera de los canales
institucionales de la ONU y las que, en última instancia, llevan todo lo que va
del siglo XXI minando las capacidades de la Organización con el despliegue de
su política exterior) las que terminaron por definir los asuntos prioritarios
de esa agenda y las hojas de ruta a seguir en las siguientes décadas.
Y lo cierto es que no es para menos, entre ellas se encuentran algunas
de las economías que hoy por hoy dominan los desarrollos
científico-tecnológicos de Inteligencia Artificial y, por supuesto, sus
múltiples y diversos mercados. Y aunque el neoliberalismo aceleró la
transnacionalización de los capitales nacionales de la mayor parte del mundo
(principalmente de Occidente), hasta extremos en los que la identidad de intereses
entre una corporación privada y su Estado-nación de origen ya no es algo que
suceda de forma mecánica, ello en nada cambia el hecho de que son las
corporaciones tecnológicas transnacionales de esos cinco Estados las que
ejercen el principal rol de dirección de las trayectorias seguidas alrededor
del mundo por este sector de la economía y sus agentes empresariales. Es ahí,
entre ellas, por ejemplo, en donde se está desarrollando con mayor ahínco y
éxito la geoingeniería, la ingeniería genética, el transhumanismo y la
computación cuántica.
¿Qué se aprobó, entonces, en este diálogo de alto nivel sobre gobernanza
global de la IA? La propuesta de partida del Secretario General de la ONU,
António Guterres, tuvo como eje la tematización de cuatro objetivos prioritarios.
A saber: i) garantizar el control humano sobre el uso de la fuerza, ii) crear
marcos normativos globales coherentes, iii) proteger la integridad de la
información en situaciones de conflicto e inseguridad y, iv) cerrar la brecha
de capacidad de la IA. Se entiende que, en el fondo de la propuesta de
Guterres, se abrigan dos anhelos: por un lado, el que busca hacer del
desarrollo de la IA una empresa social, en favor de causas humanitarias y del
desarrollo social; y, por el otro, el que pretende nivelar o igualar lo
que de facto hoy opera bajo lógicas jerarquizas (la
brecha tecnológica y digital que separa a economías centrales de economías
periféricas y que asegura la condición dependiente de las segundas respecto de
las primeras).
En el seno del Consejo de Seguridad y de la Asamblea General de Naciones
Unidas, no obstante, lo que se terminó resolviendo no alcanzó, siquiera, a
aproximarse mínimamente a cualquiera de esos cuatro objetivos y de esos dos
anhelos explicitados por el Secretario General de la ONU. De hecho, ni siquiera
es posible sostener que en el diálogo de alto nivel de este año se resolviera
algo distinto de lo que ya se había propuesto hacer la Organización desde
septiembre de 2024. Esto es: establecer un Panel Científico
Internacional Independiente sobre IA, de carácter multidisciplinario, e
instituir un Diálogo Global sobre la Gobernanza de la IA.
Al final del día, pues, y luego de las muchas y a menudo muy agudas
preocupaciones que emitieron en sus discursos las delegaciones de los Estados
parte de la Organización, ésta se conformó con fundar dos nuevos órganos en su
interior cuyo mandato comienza, transita y se agota prácticamente en las
labores de operar como una suerte de observatorio internacional de la IA con
capacidad para emitir recomendaciones sobre buenas prácticas y, de ser
necesario, anunciar alertas tempranas sobre posibles riesgos en el desarrollo
de esas tecnologías. Pero nada más allá de eso.
Y lo cierto es que no sorprende que al final la Asamblea General haya
seguido tal hoja de ruta (definida, en principio, por el Consejo de Seguridad).
Después de todo, de haberle dado entrada a cualquiera de los objetivos
enunciados por Guterres (o, en su defecto, a cualquiera de las propuestas
críticas hechas por Jefas y Jefes de Estado y de Gobierno de las periferias
globales), estas potencias habrían tenido que renunciar, por un lado, a su
disposición a disputarse, entre ellas, el relevo hegemónico que lleva en curso
ya el rededor de un cuarto de siglo (desde que se agudizó la decadencia
estadounidense y se pronunciaron el multipolarismo y las capacidades
competitivas de China en su interior) y, por el otro, a su principal ventaja
competitiva frente al resto del mundo y que, hoy por hoy, es la base del
dinamismo económico de la economía-mundo moderna.
Guardadas todas las proporciones necesarias, no parece que las medidas
adoptadas por la ONU para gestionar la gobernanza global de la IA se vayan a
diferenciar del fracaso en el que resultaron iniciativas similares, como las
destinadas a atender el desarrollo de armas nucleares o las instituidas para
ocuparse de la descarbonización de la economía y contener, mitigar y/o revertir
el calentamiento global y el cambio climático. Ejemplos, estos, de profundo
compromiso por parte de los Estados periféricos (el siempre mal denominado
tercer mundo o mundo subdesarrollado/en vías de desarrollo), pero, también, en
sentido directamente proporcional, del generalizado desprecio que por
propuestas como estas expresan las políticas exteriores de las grandes
potencias, nunca dispuestas a sacrificar sus ventajas relativas frente a otras
potencias y ante el resto de los Estados del mundo con tal de asegurarse algún
grado superior de preponderancia de sus intereses nacionales.
La postura diplomática adoptada por Estados Unidos a este respecto es
ilustrativa de este tipo de racionalidad y de calculo estratégico, en tanto que
al aceptar cualquier esfuerzo por centralizar la gobernanza de la IA en
Naciones Unidas o en cualquier otra Organización multilateral supondría
comprometerse a aceptar y a adoptar un conjunto más o menos definido de
restricciones comunes aplicables a la totalidad de la comunidad internacional,
en igualdad relativa de condiciones. La negativa a aceptar este compromiso que
privilegia el mantenimiento de la estabilidad del orden internacional y la
posibilidad de construir un régimen multilateral preventivo ante cualquier
catástrofe futura, por encima de la defensa de la idea de que cada Estado
debería de desarrollar sus propias capacidades tecnológicas nacionales y
competir contra las demás, no obstante, no debe ser confundida con una necia,
irracional y dogmática negativa presidencial (trumpista) y de sus principales
personeros diplomáticos y gubernamentales, empeñada en no ceder ni un milímetro
de ventaja a China o a cualquier otra potencia internacional.
Algo de ello, por supuesto, hay en el rechazo explícito de Estados
Unidos de sumarse a la iniciativa de Guterres en este tema. Sin embargo, el
verdadero quid de la cuestión tanto para Estados Unidos como para el resto de
las potencias globales sentadas en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas
tiene que ver con el hecho de que ninguna cuenta ni con la capacidad política
ni con el capital cultural –valga la expresión– suficientes como para imponer
al resto de sus competidores y del mundo subalternizado sus propios marcos
políticos, económicos, culturales, jurídicos e ideológicos, a partir de los
cuales se pueda condicionar y/o determinar el desarrollo de estas tecnologías
en otras partes del mundo y, en última instancia, poder extraer algún tipo de
ventaja competitiva relativa para sí.
Ahora mismo, en este sentido, para las potencias globales la verdadera
discusión de fondo en este tema, a nivel internacional, no tiene que ver sobre
el contenido de las normas que deberían de regular los desarrollos
científico-tecnológicos de esta índole sino que versa, antes bien, con la
pretensión de cada una de generar un consenso lo suficientemente amplio,
flexible y aceptable sobre su propia visión del futuro de la humanidad y de la
evolución del naciente sistema internacional en los años por venir como para
que éste sea el que logre imponerse al resto de la comunidad internacional. En
tanto que en el contexto actual ninguna potencia es hegemónica y la estructura
del sistema internacional hoy es la de un sistema multipolar mas o menos bien
equilibrado, generar ese consenso es condición de posibilidad de cualquier paso
hacia adelante en el propósito de normar en el derecho internacional la
gobernanza de la IA.
Lo peligroso de esta situación es, por supuesto, que, al no existir
potencia capaz de imponerse por sí misma y por sí sola al resto de sus
competidores y del mundo subalternizado, las posibilidades de una
descomposición violenta son aún mayores de lo que lo serían en un contexto
en el que exista un marco ideológico y político compartido sobre la visión de
futuro que se tiene de la sociedad internacional. En última instancia, entre
más se prolongue una situación de este tipo más probable es que las tensiones y
las contradicciones que anidan en su seno se empiecen a resolver con más
frecuencia y radicalidad a través del conflicto directo e irrestricto.
Lo subrayado/interpolado
es nuestro.




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