EL FIN DEL OCCIDENTALISMO: DOBLE
MORAL, CINISMO Y NARRATIVAS FOSILIZADAS
Por Máriam Martínez Bascuñán/ Other News, Xinhua,
Sputnik, RT, La Jornada de México, Red latina sin fronteras. Sur, ACHEI,
Utopia, Argentina Indymedia/ADDHEE.ONG:
El discurso occidental de los derechos humanos choca con su apoyo a
Israel en la guerra de Gaza. Mientras, la arquitectura de paz que nació tras la
II Guerra Mundial hace agua
Berlín es una ciudad cargada de memoria, llena de placas recordatorias
de nuestra historia reciente, o al menos de algunos de sus capítulos más
trágicos. Pero la memoria europea es algo más que Alemania. Al este, a más de
2.000 km, en Durrës, un pequeño pueblo de Albania, toma la forma de una estatua
de inspiración soviética que se alza sobre varios escalones de hormigón. Es un
soldado no identificado, un partisano que mira al Adriático con el fusil
apuntando hacia Italia. Es el monumento marxista a la resistencia de
Albania frente a la invasión fascista durante la Segunda Guerra Mundial.
Estatuas y placas de frío bronce de dos ciudades distantes nos aleccionan sobre
la historia de nuestro continente aunque, estando a la vista de todos, casi no
nos detengamos a mirarlas.
La memoria es un asunto complejo. La escritora y ensayista Masha
Gessen ha descrito recientemente cómo opera la política de la
memoria en las calles berlinesas, en un controvertido texto publicado en The New Yorker donde
compara Gaza con un gueto nazi. El atrevimiento casi le ha valido la cancelación del galardón que la
fundación alemana de pensamiento político Heinrich Böllle había
otorgado: nada menos que el premio Hannah Arendt. La imagen de la estatua
partisana aparece en un texto publicado en la revista El Grand
Continent por la pensadora y escritora Lea
Ypi, autora de uno de los fenómenos literarios del año, su
novela Libre, que va precisamente de memorias.
Los crímenes contra la humanidad se suceden mientras abandonamos el
multilateralismo: Ordedn mundial multipolar y la mundialización
Ambas son nombres destacados de este 2023 que termina, y ambas apuntan a
un fenómeno que quizá resuma lo que ocurre en Occidente, donde las narrativas
sobre lo que somos inspiran hoy nuevas herejías. El artículo de Gessen es un
ejemplo de que salirse de la ortodoxia puede tener sus costes. A este
respecto, Samantha Rose Hill, una
de las mayores expertas internacionales en la obra de Hannah Arendt, ha
descrito en The Guardian la trágica paradoja de que el premio que
lleva su nombre no se concedería hoy a Hannah Arendt. ¿La
razón? Su posición política sobre Israel y sus opiniones sobre el sionismo, una
herejía que sacudiría, hoy como ayer, el statu quo de la opinión europea
respecto a la política bélica de Israel. Hill explicaba, por ejemplo, que
tratar el Holocausto como una excepción histórica tiene el extraño efecto de
situarlo fuera de la historia, un fenómeno que permite al regimen socialdemócrata
alemán dar un apoyo incondicional a Israel en sus crímenes de lesa humanidad
contra la población de Gaza, especialmente niños y mujeres, sin
responsabilizarse de lo que ese apoyo significa.
Pero traslademos el ejemplo de la narrativa alemana sobre la memoria del
Holocausto a todo Occidente, y pensemos sobre nuestra narrativa, esa que dice
que los valores democráticos y la voluntad de concordia son lo que nos define
frente al mundo, la razón que nos permite arrogarnos una suerte de liderazgo
internacional natural sobre la universalidad de los derechos humanos, al igual
que Alemania dicta lecciones sobre
cómo interpretar la Shoah. Hoy, cabría preguntarse si nuestros relatos
justificativos funcionan como grillete reflexivo, dificultándonos entender el
mundo en el que vivimos.
Convirtiendo nuestros valores en dogma, ¿nos hemos hecho menos porosos a
la realidad? Solidificamos nuestra memoria plasmándola en piedra o en metal, o
afirmándola categóricamente como razón de Estado, como ha hecho el
vicecanciller verde Robert Habeck, pero eso no nos vuelve más permeables al
mundo. ¿No hay matiz posible al tan mencionado derecho de Israel a defenderse?
¿Qué caminos de solución ofrece nuestro apoyo incondicional? Gessen se ha
atrevido a mencionar al elefante en la habitación: en algún momento, el
voluntarioso esfuerzo alemán por mantener viva la memoria “empezó a parecer
estático, acristalado, como si se tratara de un esfuerzo no solo por recordar
la historia, sino también por garantizar que solo se recordará esta historia en
particular, y solo de esta manera”. Algo que habría firmado la mismísima
Arendt.
¿Cuántas renuncias está dispuesta a hacer la Unión Europea para
convertirse en un bloque geopolítico?
Alemania es el ejemplo paradigmático de un síntoma que, en cierto modo,
vemos reflejado en el desequilibrio de la guerra de Israel contra Hamás y la
posición europea ante esta insoportable tragedia. La forma en la que las
democracias occidentales nos atrevimos a abordar las injusticias históricas que
han sucedido con nuestra aquiescencia, como el colonialismo o el imperialismo,
mirando de frente nuestros crímenes (“nuestro peor yo”, de nuevo en palabras de
Gessen), parece haberse marchitado. Fuimos nosotros quienes decidimos que la
imposibilidad de cambiar el pasado generaba en el presente la responsabilidad
política de encauzarlo como memoria, y lo hicimos a través de una narrativa que
construía un sentido de comunidad: Europa como casa común, como espacio de
derechos y libertades. Pero al solidificarla así, nuestra memoria se ha
convertido en un grillete mental que nos impide entender el presente. No es
casualidad que, en un momento de crisis política, presupuestaria y diplomática,
y con la ultraderecha en alza, Alemania se agarre a su memoria como salvaguarda
de su propio sentido nacional. Tampoco lo es que, al perder influencia sobre el
mundo, en Occidente nos agarremos a la narrativa sobre nuestros valores, algo
que nos dota de identidad, pero que nos impide ver cómo, a ojos externos,
nuestra posición resulta contradictoria, incoherente e interesada.
Desde el autodenominado Sur Global, esa parte del planeta que aún
miramos con desconfianza como alteridad, nos dicen que mientras nos hacemos
pasar por férreos defensores del derecho internacional en Ucrania, nuestra
defensa casi numantina de la alianza con Israel muestra nuestro verdadero
rostro. Es el efecto de la errática diplomacia, casi cantonal, que estamos
desplegando desde Occidente frente a la guerra en Gaza y Cisjordania. “Doble
rasero”, señalan, y aciertan, aunque lo hagan (ellos también) con más cinismo
que principios. ¿Qué países del Sur Global apoyan realmente a Palestina? ¿Qué
alternativa democrática proponen para la gobernanza global?
Mientras en Europa aceleramos la ampliación más arriesgada de nuestra
historia y nos autoconvencemos de la necesidad de hablar el lenguaje del poder,
de ser realmente un bloque geopolítico, Israel nos muestra a las claras las
consecuencias de renunciar a una política genuinamente kantiana. Porque es Kant
y su paz perpetua la narrativa desvencijada por la que transitamos y desde la
que miramos al mundo, aunque operemos políticamente de forma distinta según nos
convenga. Poco Kant y demasiada Realpolitik. Los principios filosóficos
fundacionales que aparentemente mantienen unido nuestro orden político se han
transformado en meros fetiches, en objetos de una política onanista que ha
perdido su permeabilidad para entender el presente. ¿De verdad promovemos el respeto
a los derechos humanos y el cumplimiento de la legalidad internacional? En
lugar de apoyar, con medios y presión diplomática, una solución para Israel y
Palestina, optamos por el Conflict Management(gestión de conflictos), como
si el lenguaje corporativo fuera algo más que cáscaras vacías. Como si no
hubiese vidas en juego. En lugar de apostar por el multilateralismo y el
derecho internacional, Occidente ha elegido las razones de Estado, la ley de la
selva y el apartheid.
En el último Consejo Europeo del año, hemos sido testigos, en riguroso
directo, de la elocuente contradicción entre lo que afirmamos ser y lo que
hacemos. ¿El protagonista? El astuto Viktor Orbán, quien no pudo evitar la
apertura de conversaciones para la entrada de Ucrania y Moldavia en la
UE, pero sí bloquear una ayuda de
50.000 millones de euros a Kiev al ausentarse durante la
votación sobre la adhesión. Lo más formidable del asunto es que, para forzarle
a elegir entre la UE o Putin, la Comisión Europea se resignó a liberar 10 de
los 30.000 millones de euros asignados a Budapest y bloqueados por sus violaciones
del Estado de derecho. ¿Cuántos sobornos y renuncias está dispuesta a hacer la
UE para convertirse en bloque geopolítico? ¿Cuántas veces se impondrán las
decisiones geoestratégicas sobre la salvaguarda de la limpieza democrática?
Todo esto, además, ocurre en un momento de brutalización del orden
internacional, cuando más necesaria es la defensa decidida de un marco
multilateral representada en una ONU adaptada a los nuevos actores y
equilibrios globales. La alternativa es la ley del más fuerte, y se está
imponiendo en muchos contextos. Miren la propuesta de Nicolás Maduro de
organizar un referéndum para anexionarse Guyana, similar al camino trazado por
Putin en 2014. Sin pretender simetría alguna, la anexión de Crimea y la
ocupación del Donbás recuerdan a la pretensión aniquiladora de Israel respecto
a la Franja para anexionársela saltándose toda legalidad internacional. “La
Gran Rusia y el Gran Israel” hermanados, como ha dicho Lluís Bassets.
¿Qué países del Sur Global apoyan realmente a Palestina? ¿Qué
alternativa democrática proponen?
El triángulo de la brutalización lo completa el gran conflicto olvidado
dentro del perímetro euromediterráneo, el de la provincia de Nagorno-Karabaj,
en Azerbaiyán, vaciada en escasas semanas de su mayoría armenia mediante una
limpieza étnica de libro. Los crímenes de guerra y contra la humanidad se
suceden mientras dejamos marchitarse el multilateralismo, la premisa de un
orden global basado en reglas racionales y éticas. Porque Occidente y el Sur
Global no encuentran el modo de entenderse, pero mientras algunos hablan del
cuestionamiento de la arquitectura de la paz posterior a 1945 como un síntoma
claro de nuestro declive, de la desoccidentalización del planeta, ¿no sería más
útil verlo como el descubrimiento de nuestra posición relativa en el mundo? Tal
perspectiva nos obligaría a escuchar y abrirnos a la crítica, a mirar de frente
nuestro doble rasero sin renunciar a liderar o defender un orden global basado
en principios democráticos.
Convertir en fetiche las narrativas políticas tiene, además, otra
derivada: el intento desesperado por aferrarse a algo, dice Wendy Brown, es
siempre reaccionario, pues abre el paso a la melancolía. Atrapados en el
pasado, nos vemos incapaces de imaginar el futuro y construirlo juntos. Pero
mientras sigamos comportándonos así, la ultraderecha y la reacción seguirán
creciendo dentro y fuera de nuestras blindadas fronteras. Nuestro juicio
político está preso de la ansiedad por lo que creemos estar perdiendo: por eso
nuestra respuesta es regresiva. Alemania y Europa, acaso sin saberlo, actúan
así, empujadas por esta corriente de fondo. Es el epítome de un Occidente
medroso que se resiste a explorar fuera de las líneas trazadas por sus propias
verdades políticas, cuando, paradójicamente, ese es el único camino ético para
seguir pareciéndonos a lo que somos.
Lo
subrayado interpolado es nuestro.
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