“Lo de Palestina es un genocidio”, asegura Amos
Goldberg, professor de la Universidad de Jerusalén y especialista en el
Holocausto judío: Estados Unidos y la Unión Europea, ¡Cómplices!
Además de académico de la Universidad Hebrea de Jerusalén, Amos Goldberg es especialista en la Historia del Holocausto judío
En un reciente ensayo que no ha dejado indiferente
a nadie, Amos Goldberg, profesor en la Universidad Hebrea
de Jerusalén y especialista en la Historia del Holocausto
judío, postula que las acciones perpetradas por Israel en Gaza
pueden catalogarse como genocidio.
Este término, cargado de un profundo peso histórico
y moral, se ha utilizado para describir las situaciones más extremas de violencia
dirigida a la aniquilación de un grupo humano. Goldberg, en
una intervención crucial, descarta muchos de los argumentos comúnmente
empleados por algunos sectores israelíes para negar la gravedad de la situación
en Gaza, afirmando dolorosamente que “después de seis
meses de una guerra brutal”, la evidencia es irrefutable.
Según Goldberg, la noción de
genocidio no requiere una comparación directa con el Holocausto para
su validación. Aunque la definición legal puede tomar años en ser confirmada
por instituciones como la Corte Internacional de Justicia, el
académico argumenta que la situación en Gaza ya cumple con los
criterios necesarios para ser considerada como tal.
Describe un panorama desolador donde la magnitud de
las matanzas indiscriminadas, la destrucción
sistemática, desplazamientos masivos, hambruna, y la represión cultural y
social de los palestinos configuran un cuadro de genocidio activo y
consciente.
El concepto de defensa propia,
frecuentemente citado en contextos de genocidio, según Goldberg, no
excluye la posibilidad de que se estén cometiendo crímenes de esta magnitud. La
historia está repleta de ejemplos, desde el genocidio de los bosnios
musulmanes hasta el exterminio de los Herero y Nama por
Alemania, donde los perpetradores se sintieron amenazados y
justificaron sus acciones extremas como medidas de defensa propia. Este
patrón, advierte Goldberg, no es ajeno a Israel, que ha visto
su historia marcada desde su fundación en 1948 por actos que algunos catalogan
dentro de esta categoría.
El llamado a reflexionar sobre estos temas es urgente
y necesario. La historia de la rebelión Herero y Nama, mencionada
por Goldberg, sirve como un sombrío recordatorio de cómo los
sentimientos de superioridad cultural y racial pueden
desembocar en actos inhumanos cuando se combinan con conflictos
locales. Este caso, según el profesor, debería ser una
advertencia para la sociedad israelí, que ya ha experimentado eventos
similares en su propia historia.
El debate sobre si las acciones en Gaza constituyen
un genocidio continúa generando divisiones y reflexiones profundas. Las
perspectivas de académicos como Amos Goldberg no solo enriquecen este
debate, sino que también desafían a la comunidad internacional a
considerar las implicaciones éticas y morales de sus políticas y posiciones frente
a conflictos prolongados y devastadores.
Palestina:
El origen del proyecto colonialista sionista israelí.
La limpieza étnica que Israel llevó a cabo hace 75 años no ha terminado. Continúa hoy bajo los escombros de Gaza.
Por Teresa Aranguren/El Salto/ Prensa Mare Argentina/ Xinhua, Other News, Sputnik, RT, Publico.es, La Jornada de México, Red latina sin fronteras. Sur, ACHEI, Utopía, Argentina Indymedia/ ADDHEE.ONG:
El conflicto de Oriente Próximo es antiguo pero no
ancestral, no se hunde en la profundidad de los tiempos ni está inscrito en los
genes de sus gentes, tiene fecha de nacimiento y se podría decir que padres
reconocidos.
A finales del siglo XIX, y sin que los habitantes de la zona
tuvieran conocimiento de que sus vidas y su destino colectivo habían adquirido
carácter problemático, Palestina se convirtió en “la cuestión Palestina”. Fue
la confluencia de intereses, los del Imperio Británico y los del movimiento
sionista fundado en esos años por el periodista judío austriaco (aún existía el
Imperio Austrohúngaro) Theodor Herzl, la que puso en marcha un
proyecto que no solo dibujaba un futuro insospechado entonces para la población
de Palestina sino que implicaba borrar la realidad de su existencia presente y
pasada.
“Una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra” proclamaba
el eficacísimo eslogan del movimiento sionista que en aquellos años finales del
siglo XIX trataba de conseguir adeptos entre los judíos europeos y asegurarse
el apoyo del Imperio Británico. El problema es que ese eslogan era una gran
mentira. Palestina nunca fue un espacio vacío, nunca fue una tierra sin pueblo,
nunca fue un desierto esperando que colonos europeos le hicieran florecer.
En 1891, el escritor Arthur Ginsberg, que solía
firmar con el seudónimo de Ehad Ha ám, judío ruso, inspirador del
llamado sionismo espiritual frente al sionismo político de Theodorl
Herzl, realizó un viaje por Palestina tras el cual escribió el artículo
‘Verdad de la Tierra de Israel’ en el que describe cómo era esa tierra que la
“propaganda sionista” presentaba como vacía e incultivada. “Tenemos la
costumbre de creer, los que vivimos fuera de Israel, que allí la tierra es
ahora casi completamente desértica, árida e incultivada y que cualquiera que
quiera adquirir tierras allí puede hacerlo sin ningún inconveniente. Pero la
verdad es muy otra. En todo el país es difícil encontrar campos cultivables que
no estén ya cultivados, solo los campos de arena o las montañas de piedras que
no sirven para plantaciones permanecen sin cultivar… Si llegase el día en el
que la implantación de nuestro pueblo en el país de Israel se desarrollase
hasta el punto de que hiciera retroceder aunque solo fuera un poquito a la
gente del país, esta gente no abandonaría su tierra tan fácilmente”.
Las advertencias de Ginsberg, y de muchos otros como él, no
sirvieron para cambiar el rumbo de la historia. La propaganda a veces
es más eficaz que la simple verdad.
Las primeras colonias sionistas se establecieron en
Palestina en la década de 1880, en la fértil llanura costera al norte de Jaffa,
en tierras adquiridas por el multimillonario barón Edmond Rothschild,
figura clave en la financiación y promoción del proyecto sionista en aquellos
primeros años. Palestina no estaba cerrada al contacto con población
extranjera, no era una sociedad hostil al visitante, ni religiosamente
fanática, ni reacia al cambio. Al fin y al cabo, era Tierrra Santa y la llegada
de peregrinos europeos no era un fenómeno extraño. Pero los nuevos
colonos encuadrados en el movimiento sionista no llegaban como peregrinos ni
como emigrantes en busca de una vida mejor. Traían consigo un proyecto de país
que implicaba la exclusión de la población autóctona.
La primera cláusula del contrato por el que el Fondo
Nacional Judío adjudicaba tierras a una familia de nuevos colonos establecía:
“El arrendatario se compromete a ejecutar cualquier trabajo relacionado con el
cultivo de la propiedad usando mano de obra exclusivamente judía… el contrato también
dispone que la tierra no podrá ser concedida a alguien no judío. Si el poseedor
muere y deja un heredero no judío, el Fondo se acogerá a su derecho de
restitución…”. Esto significó la expulsión del campesinado árabe que cultivaba
esas tierras desde generaciones en régimen de aparcería. Los primeros choques
violentos tuvieron lugar ya en esa temprana época cuando los campesinos
desposeídos intentaban volver a recoger sus cosechas y se enfrentaron a los
colonos fuertemente armados.
Todo se aceleró con el estallido de la Gran Guerra que
significó el fin del Imperio Otomano y del Imperio Austrohúngaro. Durante la
contienda, el Alto Comisionado británico en Egipto, Sir Henry McMahon,
se había comprometido en nombre de su Gobierno a reconocer y apoyar la
independencia de las provincias árabes del Imperio Otomano a cambio de que la
población árabe se alzase contra los turcos. Al mismo tiempo, Sir
Arthur James Balfour, ministro de Exteriores de Su Majestad Británica, en
carta dirigida al barón Lionel Walter Rothschild, prometía el apoyo
de Gran Bretaña al proyecto sionista. La famosa Declaración Balfour era en
realidad una simple misiva de carácter confidencial sin validez legal alguna. Pero
la legalidad importa poco cuando choca con los intereses del Imperio. Y esos
intereses estaban del lado del movimiento sionista.
He aquí una bonita muestra de cinismo colonial, en boca del
ministro Balfour: “En Palestina ni siquiera nos proponemos pasar por la
formalidad de consultar los deseos de los habitantes del país. Las cuatro
grandes potencias están comprometidas con el sionismo y el sionismo, correcto o
incorrecto, bueno o malo, está anclado en antiquísimas tradiciones en
necesidades actuales y en esperanzas futuras de mucha mayor importancia que los
deseos y reservas de los 700.000 árabes que habitan esta antigua tierra”.
El conflicto de Oriente Próximo acababa de empezar.
El 9 de diciembre de 1917, tras la rendición de las tropas
turcas, el Ejército británico al mando del general Allenby entró
en Jerusalén. Palestina quedó bajo control militar británico hasta que en julio
de 1922 la Sociedad de Naciones estableció el Mandato británico sobre
Palestina, que incluía el compromiso de la potencia mandataria con la
Declaración Balfour, es decir, con la creación de un hogar nacional judío en
Palestina. Según el censo realizado por la Administración británica en 1921, la
población de Palestina era de 762.000 habitantes, 76,9 por ciento musulmanes,
11,6 por ciento cristianos, el 10,6 de religión judía y el 0,9 de otras
confesiones. En cuando a la propiedad de la tierra, solo el 2,4 por ciento de
la superficie total del país estaba en manos judías.
Al amparo de la Administración británica, la colonización
sionista de Palestina adquirió carácter masivo y sistemático al tiempo que
crecía la protesta de la población árabe. En una carta enviada al entonces
secretario para Asuntos Coloniales, Sir Winston Churchill, los
dirigentes árabes describían así la situación: “El grave y creciente malestar
entre la población palestina proviene de su convicción absoluta de que la
actual política del Gobierno británico se propone expulsarlos de su país a fin
de convertirlo en un Estado nacional para los inmigrantes judíos… La
Declaración Balfour fue hecha sin consultarnos y no podemos aceptar que ella
decida nuestro destino…”.
A mediados de los años 30, el clima era ya de rebelión
total. En mayo de 1936, tuvo lugar la gran revuelta palestina, la primera
Intifada, que comenzó con una huelga general de seis meses de duración que
derivó en disturbios y enfrentamientos armados que el Ejército británico
reprimió con extrema dureza. La revuelta, como la guerra civil española, duró
tres años. En mayo de 1939, el Gobierno británico publicó el Libro Blanco en el
que aceptaba parte de las reclamaciones árabes; la más importante era la
celebración de un referéndum de autodeterminación en Palestina en el plazo
máximo de 10 años.
Según los censos del momento, la población judía estaba
cerca pero aún no alcanzaba el 30 por ciento. Para entonces, los dirigentes
sionistas eran ya muy conscientes de que no conseguirían más tierras ni su
objetivo de convertirse en “mayoría” si no era por medio de la fuerza. El
director del Fondo Nacional Judío, Josef Weitz, lo expresaba
claramente: “Así nunca conseguiremos contar con un estado. El Estado se nos
tiene que dar de una sola vez como la salvación -¿no es ese el secreto de la
idea mesiánica?-. No existe otra forma de desplazar a los árabes, a todos los
árabes. Quizás con la sola excepción de Belén, Nazaret y la ciudad vieja de
Jerusalén, no debemos dejar ni un solo poblado, ni una sola tribu”.
El giro en la política británica supuso un duro golpe al
proyecto sionista y los sectores más extremistas del movimiento -el Irgun, el
Stern, el Lehi- se declararon en guerra y desencadenaron una oleada de acciones
terroristas, la más letal fue la voladura del hotel King David, sede de la
Administración británica en Jerusalén, en julio de 1946. Hubo 91 muertos. Seis
meses después Gran Bretaña renunciaba al Mandato sobre Palestina y dejaba el
tema en manos de la recién creada Naciones Unidas.
El 29 de noviembre de 1947 la Asamblea General de Naciones
Unidas adoptó la resolución de partición de Palestina en dos estados, uno árabe
y otro judío. Estados Unidos, erigido ya en la gran potencia mundial, desplegó
una enorme presión para que la resolución fuese aprobada, Gran Bretaña se
abstuvo en la votación. El plan otorgaba el 57 por ciento del territorio al
futuro estado judío y un 43 por ciento al estado árabe, el área de Jerusalén
quedaba bajo un estatus internacional. Los países árabes la rechazaron, el
movimiento sionista la recibió con júbilo.
La población de Palestina en ese momento era de 1.972.000
habitantes, 608.000, una tercera parte, judíos. En cuando a la propiedad de la
tierra el 47,7 por ciento era propiedad privada árabe, un 46 por ciento
propiedad comunal árabe, tan solo un 6,6 era propiedad judía. Los dirigentes
sionistas sabían que, por mucho que Naciones Unidas lo hubiera legitimado, el
estado judío no sería posible si no tenían la mayoría demográfica y la
propiedad de la tierra. Apenas una semana después, en diciembre de
1947, comenzó la operación de limpieza étnica o, dicho de otro modo, el vaciado
del territorio de sus habitantes. La salida en masa de la población
palestina de sus casas y tierras no fue, como suele decirse, efecto del caos de
la guerra. Fue una operación planificada y sistemática y comenzó varios meses
antes de la primera guerra árabe israelí.
El 10 de marzo de 1948 la cúpula sionista con Ben
Gurion a la cabeza, puso en marcha el llamado Plan Dalet que
establecía la estrategia militar a seguir para vaciar de población árabe el
territorio: “Estas operaciones pueden llevarse a cabo de la siguiente manera:
ya sea destruyendo las aldeas (prendiéndolas fuego, volándolas y poniendo minas
entre los escombros) o bien organizando operaciones de peinado y control según
estas directrices: se rodea las aldeas, se realiza una búsqueda dentro de
ellas. En caso de resistencia, los efectivos armados deben ser liquidados y la
población expulsada fuera de las fronteras del Estado”.
El 15 de mayo de 1948, Ben Gurión proclamó el Estado de
Israel, al día siguiente los países árabes vecinos le declararon la guerra.
Para entonces más de 300.000 palestinos habían sido ya expulsados de sus casas.
A lo largo de todo 1948 continuaron las operaciones de
“vaciado de población” y continuó la guerra. El David israelí frente al
Goliat árabe, esa era la imagen proyectada al exterior. Pero era una imagen
falsa. Los ejércitos árabes contaban con 20.000 soldados y carecían de
organización militar y un mando unificado. Las fuerzas israelíes tenían una
excelente preparación militar, mejor armamento y un número superior (unos
40.000 al comienzo y cerca de 60.000 al final de la guerra) de
combatientes. Cuando se firmó el armisticio en julio de1949, el número
de personas refugiadas palestinas registrados en Naciones Unidas era 990.000,
más de 450 localidades habían sido destruidas, el terreno allanado con
excavadoras y el nombre de la mayoría de ellas borrado del mapa. Al
finalizar la guerra, las fronteras de Israel abarcaban el 78 por ciento del
territorio de Palestina, al otro lado de esas fronteras cerca de un millón de
personas palestinas se habían convertido en refugiadas. Nunca se les permitió
volver.
Un hombre con el cuerpo cubierto del polvo, rodeado de
edificios destruidos por las bombas, abre los brazos y grita a cámara: “Esto
ya lo vivió mi abuelo, yo no me iré, moriré aquí”.
La escena se emitió en televisión a mediados de noviembre de
2023. Es Gaza, ahora. Más del 70 por ciento de la población de la Franja Gaza
es refugiada del 48, y sus descendientes. La limpieza étnica que Israel llevó a
cabo hace 75 años no ha terminado. Continúa hoy bajo
los escombros de Gaza.
Lo
subrayado/interpolado es nuestro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario