martes, 11 de marzo de 2025

¡Trump: hijo legítimo de Europa AL IGUAL QUE HITLER!


¡Trump: hijo legítimo de Europa AL IGUAL QUE HITLER!

Por Prof. Boaventura de Sousa Santos* sociólogo y catedrático jubilado de la Facultad de Economía de la Universidad de Coímbra (Portugal). Profesor distinguido de la Universidad de Wisconsin-Madison (EE.UU.)/Diario RED, xinhuanet, la jornada de México, Other News, Tektonikos, red latina sin fronteras, en red, el salto diario, el clarín de chile, ACHEI, ADDHEE.ONG:


Trump es un hijo legítimo, no bastardo, de la Europa moderna. Como lo fue Hitler en su tiempo. La madre que dio a luz a estos hijos dará a luz a otros hasta que sea devorada por uno de ellos, tal vez por el propio Trump. En lugar del Saturno de Goya devorando a sus hijos, Europa será devorada por sus hijos. En esta metáfora, ser devorada no significa extinguirse. Significa volver a ser lo que fue hasta el siglo XIV, un rincón insignificante de la Gran Eurasia en el que el Mediterráneo oriental se erigía como puente entre los mundos oriental y occidental conocidos entonces. Trump comenzó a desestabilizar Europa en 2016, devorándola para mitigar las peores consecuencias del declive del imperialismo estadounidense. El proceso no empezó con él y continuó después, con Biden y por otros medios: en lugar de la guerra comercial, la guerra de Ucrania. Estamos, pues, ante un proceso histórico que analizamos con la dificultad de quien analiza la corriente de las aguas mientras es arrastrado por ellas.

A partir del siglo XV, Europa se llamó a sí misma la educadora del mundo. Y la cartilla de los educadores estaba dominada por la idea de que educar al otro es devorar al otro. Devorar es un progreso para los que devoran y un destino común para los que son devorados. Devorar es siempre progreso, ya sea devorar mediante la evangelización, la compra, el robo, la ocupación, la guerra o la asimilación. Por devorar entendemos una forma de antropofagia. La forma europea se autodenominó civilización y, en consecuencia, todas las demás formas de antropofagia que los educadores europeos encontraron en el mundo fueron declaradas bárbaras y, como tales, proscritas y demonizadas. Trump no es sólo un hijo legítimo, sino también un alumno que ha aprendido bien la lección que le dieron los educadores europeos.

Por llamativas que sean las rupturas entre la política de siempre y el tsunami Trump, tiendo a ver continuidades y son éstas las que significan el peligro de los tiempos que vivimos. El hecho de que se enfaticen las rupturas nos hace pensar que una vez que Trump sea historia, todo volverá a ser como antes. No será así. Trump es históricamente el espectáculo del declive de lo que llamamos Occidente. No es el declive de EEUU, es el declive de Europa y del mundo occidental. El largo ciclo que comenzó en el siglo XV está llegando a su fin. La inconsciencia de este hecho por parte de la socialdemocracia europea (que lleva suicidándose desde 1980) queda bien expresada en la reciente publicación de Social Europe, de la Fundación Friedrich-Ebert, titulada «EU Forward: Shaping European Politics & Policy in the Second Half of the 2020s» (2025). Las ruinas explicadas por quienes las provocaron se limitan a proponer soluciones que ellos mismos rechazaron en un momento en que podrían haber sido posibles y evitado el desastre. Desde 1945, el pacto colonial entre Europa y Estados Unidos se ha invertido. La autonomía concedida a la Europa dividida y la generosidad de su defensa (OTAN) tenían como objetivo contener el peligro comunista. Europa ha interiorizado tanto este papel que ahora no tiene más remedio que inventar el inexistente peligro comunista para sobrevivir. Europa es ahora una colonia de su antigua colonia, sin que ninguna de ellas haya pasado por un verdadero proceso de descolonización.

La matriz europea de Trump

La matriz europea tiene los siguientes componentes: superioridad civilizatoria; racionalidad instrumental; exclusividad epistémica de la ciencia y la tecnología; íntima relación entre comercio y guerra; conquista o contrato desigual; pacta sunt servanda cuando conviene; línea abisal entre seres plenamente humanos y seres infrahumanos; la naturaleza nos pertenece, nosotros no pertenecemos a la naturaleza; soberanía, enemigos internos y enemigos externos; dialéctica revolución/contrarrevolución. Esta matriz no bajó de los cielos, ni fue revelada a ningún descendiente tardío de Moisés. Es constitutiva de la estructura de dominación (explotación, opresión, discriminación) de la modernidad occidental, compuesta por tres pilares de dominación principales e intrínsecamente vinculados: capitalismo, colonialismo y patriarcado. Esta tríada ha variado mucho a lo largo de los siglos, pero permanece intacta, ayer como hoy, y siempre se ha servido de dominaciones satélites, ya sean de casta, de capacitismo, de etarismo, de religión, de política, etc.

Esta matriz no es exhaustiva, ha tenido múltiples interpretaciones y versiones y ha producido efectos contradictorios. La modernidad europea también permitió a dos grandes intelectuales malditos, uno al principio del ciclo y otro al principio del fin del ciclo, ver como nadie las contradicciones de las interpretaciones dominantes de esta matriz y las catástrofes que produciría. Me refiero a Baruch Espinosa y a Karl Marx.

La superioridad civilizatoria

En la modernidad occidental, la superioridad civilizatoria presupone la superioridad racial. A su vez, la superioridad racial presupone que no se pueden utilizar los mismos procedimientos e instituciones con los inferiores que con los iguales. Según la lógica secular, de Aristóteles a Nietzsche, sería una contradicción tratar a los desiguales como iguales. El racismo y el militarismo han sido siempre los subtextos de la superioridad civilizatoria. Devorar en nombre de la superioridad civilizatoria, sea cual sea el instrumento utilizado, provoca una forma específica de ansiedad derivada de la posible reacción de aquellos destinados a ser devorados. El racismo deshumaniza para legitimar la brutalidad de la represión, el militarismo elimina. Trump prefiere el racismo extremo porque le permite combinar la deshumanización con la eliminación. A diferencia de los indios, los inmigrantes no tienen que ser eliminados. Se les traslada a sus países de origen o a nuevas reservas, ya sea en Guantánamo o en El Salvador. Los inmigrantes son esposados para dramatizar el contraste con la liberación de los verdaderos estadounidenses.

La racionalidad instrumental y la exclusividad epistémica de la ciencia y la tecnología

El principio moderno de que el conocimiento es poder sólo sería un principio benévolo si se reconociera la pluralidad de conocimientos existentes en el mundo y se celebraran las posibilidades de enriquecimiento mutuo. En lugar de ello, se dio prioridad exclusiva a la ciencia y, más tarde, a la tecnociencia. Esto tuvo las siguientes consecuencias: un desarrollo científico y tecnológico sin precedentes; el epistemicidio masivo, es decir, la destrucción, supresión o marginación de todos los conocimientos considerados no científicos; la construcción de un sentido común según el cual ser racional es adaptar los medios a los fines propuestos sin que éstos sean objeto de discusión (eficacia); la devaluación de la ética resultante de la sustitución de lo razonable por lo racional; creciente discrepancia entre la conciencia técnica y la conciencia ética, en detrimento de esta última; rechazo de los límites externos del conocimiento científico, es decir, de las preguntas que la ciencia nunca podrá responder por mucho que avance, por la sencilla razón de que esas preguntas no pueden formularse científicamente (por ejemplo, ¿cuál es el sentido de la vida? ); la tendencia a convertir los problemas políticos en técnicos y a reducir las cuestiones cualitativas a cuantitativas. Elon Musk es la cara visible y caricaturesca del extremismo al que puede conducir este tipo de racionalidad. Pero él no es la causa, sino la consecuencia. Quienes le critican por su triunfalismo delirante son los mismos que celebran la inteligencia artificial sin darse cuenta de que son dos manifestaciones del mismo tipo de inteligencia y del mismo tipo de artificialidad. Llevada a su extremo, la racionalidad instrumental implica irracionalidad ético-política. El crecimiento actual de la extrema derecha es una de las muestras de ello.

El uso racional de los recursos naturales y humanos

La racionalidad instrumental de la dominación capitalista, colonialista y patriarcal moderna se fijó como objetivo la maximización de la acumulación de recursos como condición para maximizar los beneficios; los medios para lograrlo fueron los que cada época posibilitó, frente a la resistencia de los «desacumulados» o desposeídos, fueran seres humanos o naturaleza. Antes de ser utilizado por los marxistas para caracterizar las relaciones laborales, el concepto de explotación se había utilizado durante mucho tiempo para explotar la naturaleza según el mismo principio de que el conocimiento es poder. El neoliberalismo en las relaciones laborales y el colapso ecológico son dos caras de la misma moneda. Del mismo modo que «¡perfora, bebé, perfora!» (“drill, baby, drill!” ) y el trato a los trabajadores inmigrantes son dos caras de la misma moneda.

En la lógica de la racionalidad moderna, todo lo que es racionalmente utilizable es naturaleza. Parece contradictorio porque la distinción entre naturaleza y humanidad ha sido central al menos desde la Ilustración: la naturaleza nos pertenece; nosotros no pertenecemos a la naturaleza. De hecho, no hay contradicción porque la definición de cada uno de los términos siempre permanece abierta, de modo que todo lo que puede utilizarse racionalmente como recurso acumulativo se convierte en naturaleza. Los pueblos indígenas eran naturaleza, como lo eran las mujeres, como lo eran los esclavos. Y si observamos hoy cómo se industrializan los cuerpos humanos para funcionar eficazmente en las nuevas configuraciones del trabajo, lo que está en juego es la re-naturalización de lo humano.

Íntima relación entre comercio y guerra

Desde sus inicios, el comercio y la guerra han sido las dos caras de la expansión colonial europea. Francisco de Vitoria (1483-1546), el gran defensor del libre comercio, la propiedad individual y el derecho internacional, es también el partidario de la guerra justa cada vez que se violan los valores mencionados. De hecho, en opinión de los críticos del universalismo liberal, éste siempre ha llevado el estigma de justificar la guerra en nombre de principios que sólo favorecen a una parte, la que tiene el poder, en un momento histórico dado, de definir lo que es el universalismo liberal. El doble rasero como principio de gobierno es inherente a la modernidad occidental. El principio de que los pactos deben cumplirse (pacta sunt servanda) siempre se ha aplicado con una cláusula invisible (para los incautos): «siempre y sólo cuando convenga a los poderosos»

En la matriz de la dominación moderna, la guerra es el principio y el fin, el primer y el último recurso. Entre medias, la desposesión o la acumulación primitiva (y permanente), el robo, el comercio, el intercambio desigual, la esclavitud, el trabajo femenino no remunerado, etc. Para que todo se desarrolle en el marco de la civilización y no de la barbarie, se inventaron la diplomacia y los contratos desiguales. Adam Smith advertía de la existencia de contratos desiguales siempre que hubiera una desigualdad de condiciones materiales o de otro tipo entre las partes del contrato. La mayor desigualdad se produce cuando la parte más débil no tiene más remedio que aceptar el contrato con las condiciones ofrecidas por la parte más fuerte. Desde los contratos laborales y de servicios entre particulares y empresas multinacionales hasta los contratos de explotación de recursos naturales y los acuerdos comerciales entre países centrales y periféricos, existe una larga historia de contratos desiguales en la modernidad occidental.

La línea abisal entre seres plenamente humanos y seres infrahumanos

La jerarquía entre civilización y barbarie ha adoptado características diferentes a lo largo de los siglos. A partir del siglo XVI, esta jerarquía se utilizó para justificar el colonialismo, primero justificado por la religión y luego, con la Ilustración, justificado por la ciencia. La superioridad civilizatoria se convirtió en racial, blanca. Como dice Frantz Fanon en Pieles negras, máscaras blancas, es el racista quien crea a su inferior. A partir de entonces, la idea de humanidad universal, tan cara a la Ilustración, pasó a depender de los límites del universo de lo que se considera humano. Y, por definición de superioridad civilizatoria, este universo no abarca a todos los humanos. Surge una línea abisal entre los seres plenamente humanos (los que pertenecen a la sociabilidad metropolitana) y los seres infrahumanos (los que pertenecen a la sociabilidad colonial). La demarcación de exclusión/inclusión es tan radical que, aunque se institucionalizó durante el periodo del colonialismo histórico (la esclavitud, el código negro de 1695, las leyes segregacionistas de Jim Crow de finales del siglo XIX y principios del XX, los códigos de indigenismo portugueses a partir de la década de 1920), se convirtió en la segunda naturaleza de la civilización occidental y, como tal, sobrevivió al final del colonialismo histórico y al final de toda legislación discriminatoria.

Hoy es una línea tan radical como invisible en el plano de la normatividad institucional. Es la base del racismo, del robo continuado de los recursos naturales del Sur global y del intercambio desigual entre los países centrales y periféricos del sistema mundial. En la modernidad eurocéntrica, la humanidad no es posible sin la infrahumanidad. Al tratarse de una línea abisal, su existencia no depende de leyes o demarcaciones físicas (como el apartheid) porque está inscrita en lo más profundo del inconsciente colectivo de la modernidad occidental. Esto no significa que no esté siempre disponible para ser visualizada cuando conviene a los poderes políticos encargados de reproducir la dominación moderna. Los muros que cierran las fronteras y las deportaciones masivas de presuntos delincuentes son las dos formas más visibles en la actualidad.

Recordemos que las deportaciones, aunque tienen una historia muy larga, fueron una de las principales formas de castigo-población en el primer periodo de expansión colonial europea. Los portugueses la utilizaron a partir del siglo XVI, enviando convictos a los territorios «descubiertos»; a partir de 1717, los británicos deportaron a unas 40.000 personas a las colonias, primero a Norteamérica y luego a Australia (entre 1787 y 1855). A la luz de esta historia, se entiende por qué Trump insiste tanto en que los inmigrantes son todos criminales. Aprendió bien la lección europea.

Conquista

El principio de conquista es inherente a la modernidad occidental. No se limita a la conquista territorial; también incluye la conquista de la religión, la espiritualidad, la mente, las emociones y la subjetividad. La conquista utiliza múltiples armas, desde las militares hasta las económicas, educativas, discursivas, religiosas y lúdicas. La conquista «sabe» que encontrará mayor o menor resistencia y por ello opera según la lógica de la neutralización preventiva. El uso más eficaz y económico de la fuerza es amenazar. La conquista implica robo, compra, apropiación, diplomacia y violencia. Si observamos el actual territorio estadounidense, veremos que es el resultado del ejercicio más radical del moderno plan de conquista. Trump sigue fiel a este ejercicio cuando imagina sus nuevas conquistas territoriales

Soberanía, enemigos internos y enemigos externos

La idea de soberanía moderna que surge del Tratado de Westfalia (1648) está en el origen tanto del nacionalismo como del internacionalismo modernos. Cada uno de ellos fue tanto una realidad como una invención y sus significados políticos fueron diferentes e incluso contradictorios a lo largo del tiempo y según las circunstancias. La exacerbación del nacionalismo entre los países colonizadores fue siempre el presagio de la guerra, mientras que el nacionalismo de los países colonizados fue una condición para la independencia. Como EEUU es una colonia que se independizó sin descolonizarse, el nacionalismo ha estado al servicio tanto de la guerra como del aislacionismo.

Esta ambigüedad del concepto de soberanía, al tiempo que creaba una distinción entre enemigos internos y externos, permitía manipularlo al servicio de los intereses políticos del momento. Así, los inmigrantes son, según Trump, una entidad híbrida, entre el enemigo interno y el enemigo externo. La misma manipulación es posible con los amigos internos y externos. A muchos les habrá sorprendido que Trump empezó castigando con aranceles a sus amigos más cercanos (Canadá, México, Europa). En la lógica de Trump, como en la de Francisco de Vitoria, cualquiera que sea un rival económico es un enemigo político, por muy amigo que parezca.

Dialéctica revolución/contrarrevolución

Debido a su incesante e incondicional expansionismo, la modernidad occidental está constituida por la dialéctica entre insurgencia y contrainsurgencia. Ambas utilizan métodos más o menos violentos en distintos momentos y según las circunstancias. Estamos en un periodo en el que la insurgencia utiliza métodos no violentos (democracia, sistema judicial, opinión pública), mientras que la contrainsurgencia utiliza cada vez más métodos violentos (discurso del odio, auge de la extrema derecha, amenaza de guerra). Nadie puede prever las consecuencias de esta discrepancia. En el pasado, esta discrepancia condujo a la prevalencia de la contrainsurgencia.

¿Y ahora?

¿Está desconfirmado el excepcionalismo estadounidense?

Sí. Como Europa y todos los países del mundo, Estados Unidos puede producir héroes y villanos, puede crear democracias y destruirlas. La diferencia en beneficio o perjuicio radica en el poder de cada país en el sistema mundial moderno

¿Puede volver el fascismo?

Sí y no. Hitler dio un golpe de Estado en 1933 tras ganar las elecciones de 1932. Trump ganó las primeras elecciones en 2016 para preparar el golpe institucional (los nombramientos en el Tribunal Supremo) y ahora está ejerciendo el nuevo mandato como si fuera un golpe democrático. La extrema derecha mundial está muy atenta para definir en cada país qué estrategia, en la misma línea, conducirá a los mismos resultados

¿Habrá una guerra mundial?

Es probable. En el caso de guerras anteriores, algunos de los mayores defensores de la paz fueron los que más prepararon la guerra y luego la libraron. Si hay una guerra, será con China, y esta vez el territorio estadounidense será el escenario de la guerra. Creo que los estadounidenses son tan adictos a la idea del excepcionalismo que aún no se han dado cuenta.

¿Puede la izquierda estar ocasionalmente de acuerdo con Trump?

Esta respuesta es sin duda la más controvertida. Pero tomemos el ejemplo de USAID. Durante años, los analistas críticos han criticado a la USAID como el lado benévolo de la contrainsurgencia de la CIA. Se creó en 1961 para evitar que la revolución cubana se extendiera por el subcontinente. La ayuda humanitaria siempre ha consistido en desarrollar actitudes y comportamientos favorables al imperialismo estadounidense. Los comentaristas al servicio del imperio (que siempre se equivocan sobre las intenciones del imperio) se lamentan todos de este último golpe de Trump a la benevolencia de la ayuda estadounidense a los pueblos más desfavorecidos. Sin duda, esta ayuda ha sido preciosa para las poblaciones y su corte abrupto creará mucho sufrimiento. Pero China y sus aliados no tardarán en llenar el vacío dejado por USAID. ¿Con mejores condiciones para los países beneficiarios? Probablemente sí, mientras China sea el imperio ascendente. Entonces ya veremos.

Artículo enviado por el autor a Other News

Europa: un seguidismo penoso… y peligroso

Editorial – Diario Red

El seguidismo de Europa a Estados Unidos en el actual contexto de ruptura hegemónica encierra peligros y constituye un puñal en la identidad soberanista europea

Amedida que aumenta la bestialidad del imperialismo trumpista, arrastrando a su paso toda ensoñación atlantista, aumenta también el grado de absurdez estratégica de quienes, desde Europa, reiteran aquello de que todo va a ir bien bajo el paraguas estadounidense. El asunto central es que aquel paraguas, aquella “protección” estadounidense que algún día justificó en cierta medida la sumisión de Europa al hegemón, está deshaciéndose.

Los aranceles y las amenazas territoriales (véase Groenlandia) son la evidencia más cruda de esta realidad que el europeísmo de la subordinación se empeña en ignorar. De hecho, este es el fondo del error europeo: pensar que la coyuntura trumpista es una excepción, un error de la Historia, en lugar de la nueva forma de dominio imperial estadounidense. Las cuentas son claras: para presionar a China, Estados Unidos necesita ser más agresivo y más unilateral, especialmente con sus aliados históricos.

El fracaso de la economía productiva estadounidense, fruto de la apuesta por un capitalismo financiero que se presentó como la forma “natural” de una economía internacionalizada sin contrapesos a la vista tras la caída de la Unió Soviética, retumba hoy. Tarde y torpemente, Donald Trump pretende agredir a casi todas las economías del planeta para proteger al capitalismo nacional estadounidense. Lo cierto es que llega muy tarde y, probablemente, no tendrá más “éxito” que la destrucción del poder adquisitivo de los trabajadores de Estados Unidos.

Para Europa, por cierto, los aranceles y la guerra comercial tienen una dimensión dual. De un lado, dejan claras algunas de las dependencias que el Viejo Continente acumula en relación a Washington. Sin un plan claro y decidido de desacoplamiento que permita proyectar a Europa como polo soberano, la era Trump 2.0. puede ser un nuevo shock para economías como la alemana.

Pero, además, la bestialidad del nuevo gobierno de Trump, que ha pillado por sorpresa (¡a pesar de los avisos!) a la cúpula política de la Unión Europea, tienen un componente simbólico, ideológico, incluso existencial. Desde hace décadas, Europa decidió ser un satélite político de Estados Unidos. Bajo la defensa de una institucionalidad liberal que hoy Trump vulnera, los Estados europeos renunciaron a su autonomía en favor de un seguidismo ciego del hegemón. La premisa inicial era simple: el unipolarismo, el dominio indiscutido de Estados Unidos, durará probablemente todo el siglo XXI.

Hoy se cuelan en el debate público algunas ideas que hace escasos años significaban el ostracismo en Europa. Conceptos como “desacoplamiento”, “autonomía” o “liderazgo europeo” cobran protagonismo, si bien como mera retórica si efectos prácticos desde los Estados o desde la unión. La identidad europea como extensión del proyecto imperial estadounidense sigue siendo el sentido común de época en el continente, aunque hoy se ve fracturada en medio de un aturdimiento general que afecta a sus grandes defensores.

Es por eso que Europa prefiere, a grandes rasgos, seguir pagando la cuenta de los excesos del trumpismo, a pesar de algunos comentarios críticos contra un Trump que se observa como “fallo”, en lugar de como “nueva normalidad”. Los aranceles molestan, pero no se quiere confrontar; lo de Groenlandia es una barbaridad, pero será una bravuconería particular de Trump; Europa no estará en las negociaciones por Ucrania, pero seguro que Estados Unidos considera nuestros intereses. Es patético; peor aún, es peligroso.

Que los principales Estados europeos hayan rehusado marcar un perfil propio continental, y que sigan haciéndolo ahora, es un escándalo. Al igual que con los aranceles, Donald Trump no tiene ningún incentivo para considerar los intereses europeos en Ucrania. Y esto constituye por sí mismo un riesgo existencial que, sumado a la pasividad de una Europa en retroceso ideológico y en shock tras el retorno de Trump, realmente podría devenir en amenazas concretas.

Más allá de la torpeza de Donald Trump con los aranceles y de las penosa pasividad europea como respuesta, quizá lo más preocupante de la subordinación europea sean las negociaciones de paz en Ucrania. Es probable que la guerra se pause sobre la base de una paz tensa en Ucrania, un marco en el que los rusos permanecerían en el Este, ejerciendo su disuasión, y los occidentales en el Oeste haciendo lo propio.

Es ahí donde Donald Trump, que ya ha advertido de que será él (y no Europa) quien negocie los términos con Moscú, así como de que los europeos deberán aceptar los criterios de la paz sin rechistar, podría obligar a Europa a ejercer un papel trágico. En esa suerte de Ucrania post bélica, es difícil pensar que Trump, quien ha insistido en que los europeos “se encarguen de Europa”, esté a favor de establecer tropas estadounidenses en el Oeste. De ser así, Estados Unidos podría exigir a Europa establecer tropas «de disuasión» en el occidente de Ucrania. Es difícil exagerar las consecuencias de esta medida: convertiría a Europa en la encargada de luchar contra Rusia en un eventual re-estallido de la guerra.

La penosa subordinación europea a Estados Unidos no solo es humillante, sino que es peligrosa. Económicamente, la guerra comercial y la no respuesta europea podría dañar todavía más a grandes actores europeos como Alemania. Si a ello se suma la ansiedad hegemónica de Estados Unidos, la rusofobia de dirigentes europeos, la frágil paz en la que se sumirá Ucrania y el malestar ruso con la presencia de la OTAN en su esfera de influencia… las consecuencias podrían ser atroces.

Europa, relegada y sin voz en la paz de Ucrania

Por Valeria M. Rivera Rosas* – Mundiario 

El giro estratégico de Washington supone un regalo para el Kremlin. Putin siempre ha buscado negociar directamente con Estados Unidos, marginando a la UE.

Europa vuelve a enfrentarse a una de sus peores pesadillas: ser espectadora de su propio destino. La reciente conversación entre Donald Trump y Vladímir Putin, en la que ambos líderes acordaron iniciar negociaciones para poner fin a la guerra en Ucrania, ha encendido todas las alarmas en Bruselas. No solo porque este movimiento marca un giro drástico en la política estadounidense, sino porque se ha producido sin contar con Europa y, lo que es más preocupante, sin tener en cuenta a Kiev.

El mensaje de la nueva Administración Trump es claro: Estados Unidos quiere cerrar este capítulo cuanto antes y dejar a la UE la responsabilidad de la reconstrucción y la seguridad de Ucrania. El secretario de Defensa de Trump, Pete Hegseth, lo dejó meridianamente claro en la última reunión de la OTAN: Kiev debe renunciar a Crimea y al Donbás, olvidarse de la OTAN y aceptar un acuerdo que difícilmente garantizará su integridad territorial a largo plazo. Washington, por su parte, se retira a sus propios intereses en el Indo-Pacífico.

Nada de esto debería sorprender. Desde su regreso a la Casa Blanca, Trump ha mostrado un profundo desdén por las alianzas multilaterales y una predilección por los acuerdos bilaterales, especialmente con aquellos a los que percibe como “hombres fuertes”. La UE nunca ha estado en su lista de prioridades, y el conflicto ucraniano, con su enorme coste económico y militar, solo refuerza su inclinación a desentenderse.

El problema es que Europa tampoco ha hecho mucho por evitarlo. Durante estos tres años de guerra, la UE ha adoptado una posición reactiva, confiando en que el paraguas de Washington seguiría protegiéndola. Ha destinado cerca de 124.000 millones de euros a Ucrania y se prepara para asumir la reconstrucción del país, pero no ha logrado consolidar una estrategia propia ni una voz única en política exterior y de seguridad. Ahora, con EE UU negociando por su cuenta, Bruselas se da cuenta de que su papel en la resolución del conflicto es marginal.

Un acuerdo peligroso para Ucrania y para Europa

Las condiciones que se perfilan en las negociaciones no solo son desfavorables para Kiev, sino que suponen un precedente preocupante para Europa. La renuncia a las fronteras previas a 2014, la exclusión de Ucrania de la OTAN y la falta de garantías de seguridad efectivas sientan las bases para una paz frágil, en la que Rusia conservaría sus conquistas territoriales y la capacidad de desestabilizar a sus vecinos en el futuro.

El ministro de Defensa alemán, Boris Pistorius, ha criticado la forma en que EE UU ha planteado el diálogo, lamentando que se descarten de antemano cuestiones clave como la adhesión de Ucrania a la Alianza Atlántica. Francia y el Reino Unido han advertido contra una “paz de la debilidad” que deje la puerta abierta a nuevas agresiones rusas. Pero más allá de las declaraciones de preocupación, la realidad es que Europa carece de herramientas de presión para influir en el proceso.

La situación actual pone de manifiesto las debilidades estructurales de la UE en política exterior y defensa. Sin una fuerza militar conjunta y sin una estrategia unificada, el bloque sigue dependiendo de la voluntad de Washington, aunque esta cambie de dirección de la noche a la mañana. La guerra en Ucrania debería haber sido un punto de inflexión para la autonomía estratégica europea, pero la realidad es que Bruselas sigue actuando a la sombra de EE UU y, ahora, se enfrenta a las consecuencias de esa dependencia.

Volodímir Zelenski ha insistido en que la UE debe reclamar su lugar en la mesa de negociación, no solo para proteger a Ucrania, sino para garantizar su propia seguridad a largo plazo. Sin embargo, los hechos demuestran que Trump no tiene intención de concederle ese espacio. En Washington ya han decidido que su prioridad no es Ucrania, sino la contención de China, y que el conflicto europeo es un problema que deben resolver los propios europeos.

El dilema al acuerdo Putin-Trump

El futuro inmediato presenta un dilema para la UE. Si acepta el acuerdo que Trump y Putin diseñen sin su participación, no solo traicionará a Ucrania, sino que enviará un mensaje de debilidad que Moscú y otros actores autoritarios no tardarán en aprovechar. Si intenta resistirse, se enfrentará a una Administración estadounidense que ya ha dejado claro que no está dispuesta a compartir el liderazgo.

Europa está, una vez más, en una encrucijada. La pregunta es si esta vez será capaz de actuar con la determinación que la situación exige o si, como tantas otras veces, se limitará a reaccionar cuando ya sea demasiado tarde.

*Valeria M. Rivera Rosas escribe en MUNDIARIO, donde es la coordinadora general. Licenciada en Comunicación Social, mención Periodismo Impreso, se graduó en la Universidad Privada Dr. Rafael Belloso Chacín de Venezuela.

Lo subrayado/interpolado es nuestro.

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