¡Trump: hijo legítimo de Europa AL IGUAL QUE HITLER!
Por Prof. Boaventura de Sousa
Santos* sociólogo y catedrático jubilado de la Facultad de Economía
de la Universidad de Coímbra (Portugal). Profesor distinguido de la Universidad
de Wisconsin-Madison (EE.UU.)/Diario RED, xinhuanet, la jornada de
México, Other News, Tektonikos, red latina sin fronteras, en red, el salto
diario, el clarín de chile, ACHEI, ADDHEE.ONG:
Trump es un hijo legítimo, no bastardo, de la
Europa moderna. Como lo fue Hitler en su tiempo. La madre que dio a luz a estos
hijos dará a luz a otros hasta que sea devorada por uno de ellos, tal vez por
el propio Trump. En lugar del Saturno de Goya devorando a sus hijos, Europa
será devorada por sus hijos. En esta metáfora, ser devorada no significa
extinguirse. Significa volver a ser lo que fue hasta el siglo XIV, un rincón
insignificante de la Gran Eurasia en el que el Mediterráneo oriental se erigía
como puente entre los mundos oriental y occidental conocidos entonces. Trump
comenzó a desestabilizar Europa en 2016, devorándola para mitigar las peores
consecuencias del declive del imperialismo estadounidense. El proceso no empezó
con él y continuó después, con Biden y por otros medios: en lugar de la guerra
comercial, la guerra de Ucrania. Estamos, pues, ante un proceso histórico que
analizamos con la dificultad de quien analiza la corriente de las aguas
mientras es arrastrado por ellas.
A partir del siglo XV, Europa se llamó a sí misma
la educadora del mundo. Y la cartilla de los educadores estaba dominada por la
idea de que educar al otro es devorar al otro. Devorar es un progreso para los
que devoran y un destino común para los que son devorados. Devorar es siempre
progreso, ya sea devorar mediante la evangelización, la compra, el robo, la
ocupación, la guerra o la asimilación. Por devorar entendemos una forma de
antropofagia. La forma europea se autodenominó civilización y, en consecuencia,
todas las demás formas de antropofagia que los educadores europeos encontraron
en el mundo fueron declaradas bárbaras y, como tales, proscritas y demonizadas.
Trump no es sólo un hijo legítimo, sino también un alumno que ha aprendido bien
la lección que le dieron los educadores europeos.
Por llamativas que sean las rupturas entre la
política de siempre y el tsunami Trump, tiendo a ver continuidades y son éstas
las que significan el peligro de los tiempos que vivimos. El hecho de que se
enfaticen las rupturas nos hace pensar que una vez que Trump sea historia, todo
volverá a ser como antes. No será así. Trump es históricamente el espectáculo
del declive de lo que llamamos Occidente. No es el declive de EEUU, es el
declive de Europa y del mundo occidental. El largo ciclo que comenzó en el
siglo XV está llegando a su fin. La inconsciencia de este hecho por parte de la
socialdemocracia europea (que lleva suicidándose desde 1980) queda bien
expresada en la reciente publicación de Social Europe, de la Fundación
Friedrich-Ebert, titulada «EU Forward: Shaping European Politics & Policy
in the Second Half of the 2020s» (2025). Las ruinas explicadas por quienes las
provocaron se limitan a proponer soluciones que ellos mismos rechazaron en un
momento en que podrían haber sido posibles y evitado el desastre. Desde 1945,
el pacto colonial entre Europa y Estados Unidos se ha invertido. La autonomía
concedida a la Europa dividida y la generosidad de su defensa (OTAN) tenían
como objetivo contener el peligro comunista. Europa ha interiorizado tanto este
papel que ahora no tiene más remedio que inventar el inexistente peligro
comunista para sobrevivir. Europa es ahora una colonia de su antigua colonia,
sin que ninguna de ellas haya pasado por un verdadero proceso de
descolonización.
La matriz europea de Trump
La matriz europea tiene los siguientes componentes:
superioridad civilizatoria; racionalidad instrumental; exclusividad epistémica
de la ciencia y la tecnología; íntima relación entre comercio y guerra;
conquista o contrato desigual; pacta sunt servanda cuando conviene; línea
abisal entre seres plenamente humanos y seres infrahumanos; la naturaleza nos
pertenece, nosotros no pertenecemos a la naturaleza; soberanía, enemigos
internos y enemigos externos; dialéctica revolución/contrarrevolución. Esta
matriz no bajó de los cielos, ni fue revelada a ningún descendiente tardío de
Moisés. Es constitutiva de la estructura de dominación (explotación, opresión,
discriminación) de la modernidad occidental, compuesta por tres pilares de
dominación principales e intrínsecamente vinculados: capitalismo, colonialismo
y patriarcado. Esta tríada ha variado mucho a lo largo de los siglos, pero
permanece intacta, ayer como hoy, y siempre se ha servido de dominaciones
satélites, ya sean de casta, de capacitismo, de etarismo, de religión, de
política, etc.
Esta matriz no es exhaustiva, ha tenido múltiples
interpretaciones y versiones y ha producido efectos contradictorios. La
modernidad europea también permitió a dos grandes intelectuales malditos, uno
al principio del ciclo y otro al principio del fin del ciclo, ver como nadie
las contradicciones de las interpretaciones dominantes de esta matriz y las
catástrofes que produciría. Me refiero a Baruch Espinosa y a Karl Marx.
La superioridad civilizatoria
En la modernidad occidental, la superioridad
civilizatoria presupone la superioridad racial. A su vez, la superioridad
racial presupone que no se pueden utilizar los mismos procedimientos e
instituciones con los inferiores que con los iguales. Según la lógica secular,
de Aristóteles a Nietzsche, sería una contradicción tratar a los desiguales
como iguales. El racismo y el militarismo han sido siempre los subtextos de la
superioridad civilizatoria. Devorar en nombre de la superioridad civilizatoria,
sea cual sea el instrumento utilizado, provoca una forma específica de ansiedad
derivada de la posible reacción de aquellos destinados a ser devorados. El
racismo deshumaniza para legitimar la brutalidad de la represión, el
militarismo elimina. Trump prefiere el racismo extremo porque le permite
combinar la deshumanización con la eliminación. A diferencia de los indios, los
inmigrantes no tienen que ser eliminados. Se les traslada a sus países de
origen o a nuevas reservas, ya sea en Guantánamo o en El Salvador. Los inmigrantes
son esposados para dramatizar el contraste con la liberación de los verdaderos
estadounidenses.
La racionalidad instrumental y la exclusividad
epistémica de la ciencia y la tecnología
El principio moderno de que el conocimiento es
poder sólo sería un principio benévolo si se reconociera la pluralidad de
conocimientos existentes en el mundo y se celebraran las posibilidades de
enriquecimiento mutuo. En lugar de ello, se dio prioridad exclusiva a la
ciencia y, más tarde, a la tecnociencia. Esto tuvo las siguientes
consecuencias: un desarrollo científico y tecnológico sin precedentes; el
epistemicidio masivo, es decir, la destrucción, supresión o marginación de
todos los conocimientos considerados no científicos; la construcción de un
sentido común según el cual ser racional es adaptar los medios a los fines
propuestos sin que éstos sean objeto de discusión (eficacia); la devaluación de
la ética resultante de la sustitución de lo razonable por lo racional;
creciente discrepancia entre la conciencia técnica y la conciencia ética, en
detrimento de esta última; rechazo de los límites externos del conocimiento
científico, es decir, de las preguntas que la ciencia nunca podrá responder por
mucho que avance, por la sencilla razón de que esas preguntas no pueden formularse
científicamente (por ejemplo, ¿cuál es el sentido de la vida? ); la tendencia a
convertir los problemas políticos en técnicos y a reducir las cuestiones
cualitativas a cuantitativas. Elon Musk es la cara visible y caricaturesca del
extremismo al que puede conducir este tipo de racionalidad. Pero él no es la
causa, sino la consecuencia. Quienes le critican por su triunfalismo delirante
son los mismos que celebran la inteligencia artificial sin darse cuenta de que
son dos manifestaciones del mismo tipo de inteligencia y del mismo tipo de
artificialidad. Llevada a su extremo, la racionalidad instrumental implica
irracionalidad ético-política. El crecimiento actual de la extrema derecha es
una de las muestras de ello.
El uso racional de los recursos naturales y humanos
La racionalidad instrumental de la dominación
capitalista, colonialista y patriarcal moderna se fijó como objetivo la
maximización de la acumulación de recursos como condición para maximizar los
beneficios; los medios para lograrlo fueron los que cada época posibilitó,
frente a la resistencia de los «desacumulados» o desposeídos, fueran seres
humanos o naturaleza. Antes de ser utilizado por los marxistas para
caracterizar las relaciones laborales, el concepto de explotación se había
utilizado durante mucho tiempo para explotar la naturaleza según el mismo
principio de que el conocimiento es poder. El neoliberalismo en las relaciones
laborales y el colapso ecológico son dos caras de la misma moneda. Del mismo
modo que «¡perfora, bebé, perfora!» (“drill, baby, drill!” ) y el trato a los
trabajadores inmigrantes son dos caras de la misma moneda.
En la lógica de la racionalidad moderna, todo lo
que es racionalmente utilizable es naturaleza. Parece contradictorio porque la
distinción entre naturaleza y humanidad ha sido central al menos desde la
Ilustración: la naturaleza nos pertenece; nosotros no pertenecemos a la
naturaleza. De hecho, no hay contradicción porque la definición de cada uno de
los términos siempre permanece abierta, de modo que todo lo que puede
utilizarse racionalmente como recurso acumulativo se convierte en naturaleza.
Los pueblos indígenas eran naturaleza, como lo eran las mujeres, como lo eran
los esclavos. Y si observamos hoy cómo se industrializan los cuerpos humanos
para funcionar eficazmente en las nuevas configuraciones del trabajo, lo que
está en juego es la re-naturalización de lo humano.
Íntima relación entre comercio y guerra
Desde sus inicios, el comercio y la guerra han sido
las dos caras de la expansión colonial europea. Francisco de Vitoria
(1483-1546), el gran defensor del libre comercio, la propiedad individual y el
derecho internacional, es también el partidario de la guerra justa cada vez que
se violan los valores mencionados. De hecho, en opinión de los críticos del
universalismo liberal, éste siempre ha llevado el estigma de justificar la
guerra en nombre de principios que sólo favorecen a una parte, la que tiene el
poder, en un momento histórico dado, de definir lo que es el universalismo
liberal. El doble rasero como principio de gobierno es inherente a la
modernidad occidental. El principio de que los pactos deben cumplirse (pacta
sunt servanda) siempre se ha aplicado con una cláusula invisible (para los
incautos): «siempre y sólo cuando convenga a los poderosos»
En la matriz de la dominación moderna, la guerra es
el principio y el fin, el primer y el último recurso. Entre medias, la
desposesión o la acumulación primitiva (y permanente), el robo, el comercio, el
intercambio desigual, la esclavitud, el trabajo femenino no remunerado, etc.
Para que todo se desarrolle en el marco de la civilización y no de la barbarie,
se inventaron la diplomacia y los contratos desiguales. Adam Smith advertía de
la existencia de contratos desiguales siempre que hubiera una desigualdad de
condiciones materiales o de otro tipo entre las partes del contrato. La mayor
desigualdad se produce cuando la parte más débil no tiene más remedio que
aceptar el contrato con las condiciones ofrecidas por la parte más fuerte.
Desde los contratos laborales y de servicios entre particulares y empresas
multinacionales hasta los contratos de explotación de recursos naturales y los
acuerdos comerciales entre países centrales y periféricos, existe una larga
historia de contratos desiguales en la modernidad occidental.
La línea abisal entre seres plenamente humanos y
seres infrahumanos
La jerarquía entre civilización y barbarie ha
adoptado características diferentes a lo largo de los siglos. A partir del
siglo XVI, esta jerarquía se utilizó para justificar el colonialismo, primero
justificado por la religión y luego, con la Ilustración, justificado por la
ciencia. La superioridad civilizatoria se convirtió en racial, blanca. Como
dice Frantz Fanon en Pieles negras, máscaras blancas, es el racista quien crea
a su inferior. A partir de entonces, la idea de humanidad universal, tan cara a
la Ilustración, pasó a depender de los límites del universo de lo que se
considera humano. Y, por definición de superioridad civilizatoria, este
universo no abarca a todos los humanos. Surge una línea abisal entre los seres
plenamente humanos (los que pertenecen a la sociabilidad metropolitana) y los
seres infrahumanos (los que pertenecen a la sociabilidad colonial). La
demarcación de exclusión/inclusión es tan radical que, aunque se
institucionalizó durante el periodo del colonialismo histórico (la esclavitud,
el código negro de 1695, las leyes segregacionistas de Jim Crow de finales del
siglo XIX y principios del XX, los códigos de indigenismo portugueses a partir
de la década de 1920), se convirtió en la segunda naturaleza de la civilización
occidental y, como tal, sobrevivió al final del colonialismo histórico y al
final de toda legislación discriminatoria.
Hoy es una línea tan radical como invisible en el
plano de la normatividad institucional. Es la base del racismo, del robo
continuado de los recursos naturales del Sur global y del intercambio desigual
entre los países centrales y periféricos del sistema mundial. En la modernidad
eurocéntrica, la humanidad no es posible sin la infrahumanidad. Al tratarse de
una línea abisal, su existencia no depende de leyes o demarcaciones físicas
(como el apartheid) porque está inscrita en lo más profundo del inconsciente
colectivo de la modernidad occidental. Esto no significa que no esté siempre
disponible para ser visualizada cuando conviene a los poderes políticos
encargados de reproducir la dominación moderna. Los muros que cierran las
fronteras y las deportaciones masivas de presuntos delincuentes son las dos
formas más visibles en la actualidad.
Recordemos que las deportaciones, aunque tienen una
historia muy larga, fueron una de las principales formas de castigo-población
en el primer periodo de expansión colonial europea. Los portugueses la
utilizaron a partir del siglo XVI, enviando convictos a los territorios
«descubiertos»; a partir de 1717, los británicos deportaron a unas 40.000
personas a las colonias, primero a Norteamérica y luego a Australia (entre 1787
y 1855). A la luz de esta historia, se entiende por qué Trump insiste tanto en
que los inmigrantes son todos criminales. Aprendió bien la lección europea.
Conquista
El principio de conquista es inherente a la
modernidad occidental. No se limita a la conquista territorial; también incluye
la conquista de la religión, la espiritualidad, la mente, las emociones y la
subjetividad. La conquista utiliza múltiples armas, desde las militares hasta
las económicas, educativas, discursivas, religiosas y lúdicas. La conquista
«sabe» que encontrará mayor o menor resistencia y por ello opera según la
lógica de la neutralización preventiva. El uso más eficaz y económico de la
fuerza es amenazar. La conquista implica robo, compra, apropiación, diplomacia
y violencia. Si observamos el actual territorio estadounidense, veremos que es
el resultado del ejercicio más radical del moderno plan de conquista. Trump
sigue fiel a este ejercicio cuando imagina sus nuevas conquistas territoriales
Soberanía, enemigos internos y enemigos externos
La idea de soberanía moderna que surge del Tratado
de Westfalia (1648) está en el origen tanto del nacionalismo como del
internacionalismo modernos. Cada uno de ellos fue tanto una realidad como una
invención y sus significados políticos fueron diferentes e incluso
contradictorios a lo largo del tiempo y según las circunstancias. La
exacerbación del nacionalismo entre los países colonizadores fue siempre el
presagio de la guerra, mientras que el nacionalismo de los países colonizados
fue una condición para la independencia. Como EEUU es una colonia que se
independizó sin descolonizarse, el nacionalismo ha estado al servicio tanto de
la guerra como del aislacionismo.
Esta ambigüedad del concepto de soberanía, al
tiempo que creaba una distinción entre enemigos internos y externos, permitía
manipularlo al servicio de los intereses políticos del momento. Así, los
inmigrantes son, según Trump, una entidad híbrida, entre el enemigo interno y
el enemigo externo. La misma manipulación es posible con los amigos internos y
externos. A muchos les habrá sorprendido que Trump empezó castigando con
aranceles a sus amigos más cercanos (Canadá, México, Europa). En la lógica de
Trump, como en la de Francisco de Vitoria, cualquiera que sea un rival
económico es un enemigo político, por muy amigo que parezca.
Dialéctica revolución/contrarrevolución
Debido a su incesante e incondicional
expansionismo, la modernidad occidental está constituida por la dialéctica
entre insurgencia y contrainsurgencia. Ambas utilizan métodos más o menos
violentos en distintos momentos y según las circunstancias. Estamos en un
periodo en el que la insurgencia utiliza métodos no violentos (democracia,
sistema judicial, opinión pública), mientras que la contrainsurgencia utiliza
cada vez más métodos violentos (discurso del odio, auge de la extrema derecha,
amenaza de guerra). Nadie puede prever las consecuencias de esta discrepancia.
En el pasado, esta discrepancia condujo a la prevalencia de la
contrainsurgencia.
¿Y ahora?
¿Está desconfirmado el excepcionalismo
estadounidense?
Sí. Como Europa y todos los países del mundo,
Estados Unidos puede producir héroes y villanos, puede crear democracias y
destruirlas. La diferencia en beneficio o perjuicio radica en el poder de cada
país en el sistema mundial moderno
¿Puede volver el fascismo?
Sí y no. Hitler dio un golpe de Estado en 1933 tras
ganar las elecciones de 1932. Trump ganó las primeras elecciones en 2016 para
preparar el golpe institucional (los nombramientos en el Tribunal Supremo) y
ahora está ejerciendo el nuevo mandato como si fuera un golpe democrático. La
extrema derecha mundial está muy atenta para definir en cada país qué
estrategia, en la misma línea, conducirá a los mismos resultados
¿Habrá una guerra mundial?
Es probable. En el caso de guerras anteriores,
algunos de los mayores defensores de la paz fueron los que más prepararon la
guerra y luego la libraron. Si hay una guerra, será con China, y esta vez el
territorio estadounidense será el escenario de la guerra. Creo que los
estadounidenses son tan adictos a la idea del excepcionalismo que aún no se han
dado cuenta.
¿Puede la izquierda estar ocasionalmente de acuerdo
con Trump?
Esta respuesta es sin duda la más controvertida.
Pero tomemos el ejemplo de USAID. Durante años, los analistas críticos han
criticado a la USAID como el lado benévolo de la contrainsurgencia de la CIA.
Se creó en 1961 para evitar que la revolución cubana se extendiera por el subcontinente.
La ayuda humanitaria siempre ha consistido en desarrollar actitudes y
comportamientos favorables al imperialismo estadounidense. Los comentaristas al
servicio del imperio (que siempre se equivocan sobre las intenciones del
imperio) se lamentan todos de este último golpe de Trump a la benevolencia de
la ayuda estadounidense a los pueblos más desfavorecidos. Sin duda, esta ayuda
ha sido preciosa para las poblaciones y su corte abrupto creará mucho
sufrimiento. Pero China y sus aliados no tardarán en llenar el vacío dejado por
USAID. ¿Con mejores condiciones para los países beneficiarios? Probablemente
sí, mientras China sea el imperio ascendente. Entonces ya veremos.
Artículo enviado por el autor a Other
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Europa: un seguidismo penoso… y
peligroso
Editorial – Diario Red
El seguidismo de Europa a Estados Unidos en el
actual contexto de ruptura hegemónica encierra peligros y constituye un puñal
en la identidad soberanista europea
Amedida que aumenta la bestialidad del imperialismo
trumpista, arrastrando a su paso toda ensoñación atlantista, aumenta también el
grado de absurdez estratégica de quienes, desde Europa, reiteran aquello de que
todo va a ir bien bajo el paraguas estadounidense. El asunto central es que
aquel paraguas, aquella “protección” estadounidense que algún día
justificó en cierta medida la sumisión de Europa al hegemón, está
deshaciéndose.
Los aranceles y las amenazas territoriales (véase
Groenlandia) son la evidencia más cruda de esta realidad que el europeísmo de
la subordinación se empeña en ignorar. De hecho, este es el fondo del error
europeo: pensar que la coyuntura trumpista es una excepción, un error de la
Historia, en lugar de la nueva forma de dominio imperial estadounidense. Las
cuentas son claras: para presionar a China, Estados Unidos necesita ser más
agresivo y más unilateral, especialmente con sus aliados históricos.
El fracaso de la economía productiva
estadounidense, fruto de la apuesta por un capitalismo financiero que se
presentó como la forma “natural” de una economía internacionalizada sin
contrapesos a la vista tras la caída de la Unió Soviética, retumba hoy. Tarde y
torpemente, Donald Trump pretende agredir a casi todas las economías del
planeta para proteger al capitalismo nacional estadounidense. Lo cierto es que
llega muy tarde y, probablemente, no tendrá más “éxito” que la destrucción del
poder adquisitivo de los trabajadores de Estados Unidos.
Para Europa, por cierto, los aranceles y la guerra
comercial tienen una dimensión dual. De un lado, dejan claras algunas de las
dependencias que el Viejo Continente acumula en relación a Washington. Sin un
plan claro y decidido de desacoplamiento que permita proyectar a Europa como
polo soberano, la era Trump 2.0. puede ser un nuevo shock para economías como
la alemana.
Pero, además, la bestialidad del nuevo gobierno de
Trump, que ha pillado por sorpresa (¡a pesar de los avisos!) a la cúpula
política de la Unión Europea, tienen un componente simbólico, ideológico,
incluso existencial. Desde hace décadas, Europa decidió ser un satélite
político de Estados Unidos. Bajo la defensa de una institucionalidad liberal
que hoy Trump vulnera, los Estados europeos renunciaron a su autonomía en favor
de un seguidismo ciego del hegemón. La premisa inicial era simple: el
unipolarismo, el dominio indiscutido de Estados Unidos, durará probablemente
todo el siglo XXI.
Hoy se cuelan en el debate público algunas ideas
que hace escasos años significaban el ostracismo en Europa. Conceptos como
“desacoplamiento”, “autonomía” o “liderazgo europeo” cobran protagonismo, si
bien como mera retórica si efectos prácticos desde los Estados o desde la
unión. La identidad europea como extensión del proyecto imperial estadounidense
sigue siendo el sentido común de época en el continente, aunque hoy se ve
fracturada en medio de un aturdimiento general que afecta a sus grandes
defensores.
Es por eso que Europa prefiere, a grandes rasgos,
seguir pagando la cuenta de los excesos del trumpismo, a pesar de algunos
comentarios críticos contra un Trump que se observa como “fallo”, en lugar de
como “nueva normalidad”. Los aranceles molestan, pero no se quiere confrontar;
lo de Groenlandia es una barbaridad, pero será una bravuconería particular de
Trump; Europa no estará en las negociaciones por Ucrania, pero seguro que
Estados Unidos considera nuestros intereses. Es patético; peor aún, es
peligroso.
Que los principales Estados europeos hayan rehusado
marcar un perfil propio continental, y que sigan haciéndolo ahora, es un
escándalo. Al igual que con los aranceles, Donald Trump no tiene ningún
incentivo para considerar los intereses europeos en Ucrania. Y esto constituye
por sí mismo un riesgo existencial que, sumado a la pasividad de una Europa en
retroceso ideológico y en shock tras el retorno de Trump, realmente podría
devenir en amenazas concretas.
Más allá de la torpeza de Donald Trump con los
aranceles y de las penosa pasividad europea como respuesta, quizá lo más
preocupante de la subordinación europea sean las negociaciones de paz en
Ucrania. Es probable que la guerra se pause sobre la base de una paz tensa en
Ucrania, un marco en el que los rusos permanecerían en el Este, ejerciendo su
disuasión, y los occidentales en el Oeste haciendo lo propio.
Es ahí donde Donald Trump, que ya ha advertido de
que será él (y no Europa) quien negocie los términos con Moscú, así como de que
los europeos deberán aceptar los criterios de la paz sin rechistar, podría
obligar a Europa a ejercer un papel trágico. En esa suerte de Ucrania post
bélica, es difícil pensar que Trump, quien ha insistido en que los europeos “se
encarguen de Europa”, esté a favor de establecer tropas estadounidenses en el
Oeste. De ser así, Estados Unidos podría exigir a Europa establecer tropas «de
disuasión» en el occidente de Ucrania. Es difícil exagerar las consecuencias de
esta medida: convertiría a Europa en la encargada de luchar contra Rusia en un
eventual re-estallido de la guerra.
La penosa subordinación europea a
Estados Unidos no solo es humillante, sino que es peligrosa. Económicamente, la
guerra comercial y la no respuesta europea podría dañar todavía más a grandes
actores europeos como Alemania. Si a ello se suma la ansiedad hegemónica de
Estados Unidos, la rusofobia de dirigentes europeos, la frágil paz en la que se
sumirá Ucrania y el malestar ruso con la presencia de la OTAN en su esfera de
influencia… las consecuencias podrían ser atroces.
Europa, relegada y sin voz en la paz de Ucrania
Por Valeria M. Rivera Rosas* – Mundiario
El giro estratégico de Washington supone un regalo para
el Kremlin. Putin siempre ha buscado negociar directamente con Estados Unidos,
marginando a la UE.
Europa vuelve a enfrentarse a una de sus peores pesadillas:
ser espectadora de su propio destino. La reciente conversación entre Donald
Trump y Vladímir Putin, en la que ambos líderes acordaron iniciar negociaciones
para poner fin a la guerra en Ucrania, ha encendido todas las alarmas en
Bruselas. No solo porque este movimiento marca un giro drástico en la política
estadounidense, sino porque se ha producido sin contar con Europa y, lo que es
más preocupante, sin tener en cuenta a Kiev.
El mensaje de la nueva Administración Trump es claro:
Estados Unidos quiere cerrar este capítulo cuanto antes y dejar a la UE la
responsabilidad de la reconstrucción y la seguridad de Ucrania. El secretario
de Defensa de Trump, Pete Hegseth, lo dejó meridianamente claro en la última
reunión de la OTAN: Kiev debe renunciar a Crimea y al Donbás, olvidarse de la
OTAN y aceptar un acuerdo que difícilmente garantizará su integridad
territorial a largo plazo. Washington, por su parte, se retira a sus propios
intereses en el Indo-Pacífico.
Nada de esto debería sorprender. Desde su regreso a la Casa
Blanca, Trump ha mostrado un profundo desdén por las alianzas multilaterales y
una predilección por los acuerdos bilaterales, especialmente con aquellos a los
que percibe como “hombres fuertes”. La UE nunca ha estado en su lista de
prioridades, y el conflicto ucraniano, con su enorme coste económico y militar,
solo refuerza su inclinación a desentenderse.
El problema es que Europa tampoco ha hecho mucho por
evitarlo. Durante estos tres años de guerra, la UE ha adoptado una posición
reactiva, confiando en que el paraguas de Washington seguiría protegiéndola. Ha
destinado cerca de 124.000 millones de euros a Ucrania y se prepara para asumir
la reconstrucción del país, pero no ha logrado consolidar una estrategia propia
ni una voz única en política exterior y de seguridad. Ahora, con EE UU
negociando por su cuenta, Bruselas se da cuenta de que su papel en la
resolución del conflicto es marginal.
Un acuerdo peligroso para Ucrania y para Europa
Las condiciones que se perfilan en las negociaciones no solo
son desfavorables para Kiev, sino que suponen un precedente preocupante para
Europa. La renuncia a las fronteras previas a 2014, la exclusión de Ucrania de
la OTAN y la falta de garantías de seguridad efectivas sientan las bases para
una paz frágil, en la que Rusia conservaría sus conquistas territoriales y la
capacidad de desestabilizar a sus vecinos en el futuro.
El ministro de Defensa alemán, Boris Pistorius, ha criticado
la forma en que EE UU ha planteado el diálogo, lamentando que se descarten de
antemano cuestiones clave como la adhesión de Ucrania a la Alianza Atlántica.
Francia y el Reino Unido han advertido contra una “paz de la debilidad” que
deje la puerta abierta a nuevas agresiones rusas. Pero más allá de las
declaraciones de preocupación, la realidad es que Europa carece de herramientas
de presión para influir en el proceso.
La situación actual pone de manifiesto las debilidades
estructurales de la UE en política exterior y defensa. Sin una fuerza militar
conjunta y sin una estrategia unificada, el bloque sigue dependiendo de la
voluntad de Washington, aunque esta cambie de dirección de la noche a la
mañana. La guerra en Ucrania debería haber sido un punto de inflexión para la
autonomía estratégica europea, pero la realidad es que Bruselas sigue actuando
a la sombra de EE UU y, ahora, se enfrenta a las consecuencias de esa
dependencia.
Volodímir Zelenski ha insistido en que la UE debe reclamar
su lugar en la mesa de negociación, no solo para proteger a Ucrania, sino para
garantizar su propia seguridad a largo plazo. Sin embargo, los hechos
demuestran que Trump no tiene intención de concederle ese espacio. En
Washington ya han decidido que su prioridad no es Ucrania, sino la contención
de China, y que el conflicto europeo es un problema que deben resolver los
propios europeos.
El dilema al
acuerdo Putin-Trump
El futuro inmediato presenta un dilema para la UE. Si acepta
el acuerdo que Trump y Putin diseñen sin su participación, no solo traicionará
a Ucrania, sino que enviará un mensaje de debilidad que Moscú y otros actores
autoritarios no tardarán en aprovechar. Si intenta resistirse, se enfrentará a
una Administración estadounidense que ya ha dejado claro que no está dispuesta
a compartir el liderazgo.
Europa está, una vez más, en una encrucijada. La pregunta es
si esta vez será capaz de actuar con la determinación que la situación exige o
si, como tantas otras veces, se limitará a reaccionar cuando ya sea demasiado
tarde.
*Valeria M. Rivera Rosas escribe en MUNDIARIO, donde es
la coordinadora general. Licenciada en Comunicación Social, mención Periodismo
Impreso, se graduó en la Universidad Privada Dr. Rafael Belloso Chacín de
Venezuela.
Lo
subrayado/interpolado es nuestro.