“Con la verdad no ofendo ni temo a nadie”
General Libertador de
Uruguay, José Gervasio Artigas Arnal.
Si la maquinaria militar no
asesina, se oxida. El presidente del planeta anda paseando el dedo por los
mapas, a ver sobre qué país caerán las próximas bombas. Ha sido un éxito la
guerra de Afganistán, que castigó a los castigados y asesinó a los asesinados;
y ya se necesitan enemigos nuevos.
Pero nada tienen de nuevo las
banderas: la voluntad de Dios, la amenaza terrorista y los derechos humanos.
Tengo la impresión de que George W. Bush no es exactamente el tipo de intérprete
que Dios elegiría, si tuviera algo que decirnos; y el peligro terrorista
resulta cada vez menos convincente como coartada del terrorismo militar. ¿Y los
derechos humanos? ¿Seguirán siendo pretextos útiles para quienes los hacen
puré?
Hace más de medio siglo que las
Naciones Unidas aprobaron la Declaración Universal de los Derechos Humanos, y
no hay documento internacional más citado y elogiado.
No es por criticar, pero a esta
altura me parece evidente que a la Declaración le falta mucho más que lo que
tiene. Por ejemplo, allí no figura el más elemental de los derechos, el derecho
a respirar, que se ha hecho impracticable en este mundo donde los pájaros
tosen. Ni figura el derecho a caminar, que ya ha pasado a la categoría de
hazaña ahora que sólo quedan dos clases de peatones, los rápidos y los muertos.
Y tampoco figura el derecho a la indignación, que es lo menos que la dignidad
humana puede exigir cuando se la condena a ser indigna, ni el derecho a luchar
por otro mundo posible cuando se ha hecho imposible el mundo tal cual es.
En los treinta artículos de la
Declaración, la palabra libertad es la que más se repite. La libertad de
trabajar, ganar un salario justo y fundar sindicatos, pongamos por caso, está
garantizada en el artículo 23. Pero son cada vez más los trabajadores que no
tienen, hoy por hoy, ni siquiera la libertad de elegir la salsa con la que
serán comidos. Los empleos duran menos que un suspiro, y el miedo obliga a
callar y obedecer: salarios más bajos, horarios más largos, asistencia social,
y a olvidarse de las vacaciones pagas, la jubilación y la asistencia social, la
atención médica y demás derechos que todos tenemos, según aseguran los
artículos 22, 24 y 25. Las instituciones financieras internacionales, las
Chicas Superpoderosas del mundo contemporáneo, imponen la “flexibilidad
laboral”, eufemismo que designa el entierro de dos siglos de conquistas de la
clase trabajadora. Y las grandes empresas multinacionales exigen acuerdos
“union free”, libres de sindicatos, en los países que entre sí compiten
ofreciendo mano de obra más sumisa y barata. “Nadie será sometido a esclavitud
ni a servidumbre en cualquier forma”, advierte el artículo 4. Menos mal.
No figura en la lista el derecho
humano a disfrutar de los bienes naturales, tierra, agua, aire, y a defenderlos
ante cualquier amenaza. Tampoco figura el suicida derecho al exterminio de la
naturaleza, que por cierto ejercitan, y con entusiasmo, los países que se han
comprado el planeta y lo están devorando. Los demás países pagan la cuenta. Los
años noventa fueron bautizados por las Naciones Unidas con un nombre dictado
por el humor negro: Década Internacional para la Reducción de los Desastres
Naturales. Nunca el mundo ha sufrido tantas calamidades, inundaciones, sequías,
huracanes, clima enloquecido, en tan poco tiempo. ¿Desastres “naturales”? En un
mundo que tiene la costumbre de condenar a las víctimas, la madre naturaleza
tiene la culpa de los crímenes que contra ella se cometen.
“Todos tenemos derecho a
transitar libremente”, afirma el artículo 13. Entrar, es otra cosa. Las puertas
de los países ricos se cierran en las narices de los millones de fugitivos que
peregrinan del sur al norte, y del este al oeste, huyendo de los cultivos
aniquilados, los ríos envenenados, los bosques arrasados, los precios
arruinados, los salarios enanizados. Unos cuantos mueren en el intento, pero
otros consiguen colarse por debajo de la puerta. Una vez adentro, en el paraíso
prometido -¿El “sueño americanos?”-, ellos son los menos libres y los menos
iguales.
“Todos los hombres nacen libres e
iguales en dignidad y derechos”, dice el artículo 1. Que nacen, puede ser; pero
a los pocos minutos se hace el aparte. El artículo 28 establece que “todos
tenemos derecho a un justo orden social e internacional”. Las mismas Naciones
Unidas nos informan, en sus estadísticas, que cuanto más progresa el progreso,
menos justo resulta. El reparto de los panes y los peces es mucho más injusto
en Estados Unidos o en Gran Bretaña que en Bangladesh o Ruanda. Y en el orden
internacional, también los numeritos de las Naciones Unidas revelan que diez
personas poseen más riqueza que toda la riqueza que producen 54 países sumados.
Las dos terceras partes de la humanidad sobreviven con menos de dos dólares
diarios, y la brecha entre los que tienen y los que necesitan se ha triplicado
desde que se firmó la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Crece la desigualdad, y para
salvaguardarla crecen los gastos militares. Obscenas fortunas alimentan la
fiebre guerrera y promueven la invención de demonios destinados a justificarla.
El artículo 11 nos cuenta que “toda persona es inocente mientras no se pruebe
lo contrario”. Tal como marchan las cosas, de aquí a poco será culpable de
terrorismo toda persona que no camine de rodillas, aunque se pruebe lo
contrario.
La economía de guerra multiplica
la prosperidad de los prósperos y cumple funciones de intimidación y castigo. Y
a la vez irradia sobre el mundo una cultura militar que sacraliza la violencia
ejercida contra la gente “diferente”, que el racismo reduce a la categoría de
sub-gente. “Nadie podrá ser discriminado por su sexo, raza, religión o cualquier
otra condición”, advierte el artículo 2, pero las nuevas superproducciones de
Hollywood, dictadas por el Pentágono para glorificar las aventuras imperiales,
predican un racismo clamoroso que hereda las peores tradiciones del cine. Y no
sólo del cine. En estos días, por pura casualidad, cayó en mis manos una
revista de las Naciones Unidas de noviembre del 86, edición en inglés del
Correo de la Unesco. Allí me enteré de que un antiguo cosmógrafo había escrito
que los indígenas de las Américas tenían la piel azul y la cabeza cuadrada. Se
llamaba, créase o no, John of Hollywood.
La Declaración proclama, la
realidad traiciona. “Nadie podrá suprimir ninguno de estos derechos”, asegura
el artículo 30, pero hay alguien que bien podría comentar: “¿No ve que puedo?”
Alguien, o sea: el sistema universal de poder, siempre acompañado por el miedo
que difunde y la resignación que impone.
Según el presidente Bush, los
enemigos de la humanidad son Irak, Irán y Corea del Norte, principales
candidatos para sus próximos ejercicios de tiro al blanco. Supongo que él ha
llegado a esa conclusión al cabo de profundas meditaciones, pero su certeza
absoluta me parece, por lo menos, digna de duda. Y el derecho a la duda es
también un derecho humano, al fin y al cabo, aunque no lo mencione la
Declaración de las Naciones Unidas.